29/10/12

VOL 2 Volver al futuro CAP 4 Encerrado afuera


El pelotudo todavía temblaba cuando comprobó que los agentes de la Policía Militar se habían alejado en el blindado. A su alrededor, lo que queda de algún barrio periférico: casas abandonadas y derruidas –seguramente intrusadas, con sus paredes agujereadas a balazos y sus jardines convertidos en baldíos infestados de vaya a saber qué variedad de alimañas hostiles-, lo que alguna vez había sido una estación de servicios, ahora devenida cementerio de autos quemados o reducidos a chatarra, y un viejo complejo de canchas de fútbol cinco transformado en campamento por ex ciudadanos desesperados y atrincherados en alguna forma precaria y frágil de organización comunitaria. Creyó reconocer, en el cruce de las dos avenidas que partían en cuatro aquel paisaje desolador, los restos del Monumento a la Madre. El alivio que había sentido por haber sobrevivido al secuestro y al interrogatorio se le escurrió como arena entre los dedos ante la sospecha de estar en 60 y 137, esquina que había sido un hervidero en épocas de esplendor de la populosa localidad de Los Hornos pero que hoy, en el año 2019, no es otra cosa que un páramo polvoriento y peligroso, dominado por nadie y por todos; una de las tantas zonas liberadas a las hordas de cancelados que pelean por la supervivencia y que, como había visto el pelotudo antes de ser arrestado, estaban desarrollando la capacidad de comer carne humana, lo que lo convertía a él en una cena potencial. Encima, el Comando Central le había reseteado el DIM, que inició una descarga frenética de informes y recordatorios de tareas y deberes vencidos intercalados con mensajes furiosos de sus jefes del diario, que lo amenazaban con el despido si no enviaba con urgencia las crónicas adeudadas. Muerto de hambre y de sed, aterrado por el desamparo a cuarenta cuadras de la fortaleza de cemento y acero de su casa y aturdido por la ráfaga frenética del DIM y por la repetición imparable de la pregunta sin respuesta ¿Por qué puta razón me está pasando esto a mí, un pelotudo inofensivo?, el pelotudo sintió una irrefrenable necesidad de correr –en ese torbellino emocional, su memoria recogió del pasado la amenaza de Terry Benedict, el personaje de Andy García en La gran estafa, a Rusty Ryan, el ladrón encarnado por Brad Pitt, cuando éste le comunica por teléfono que se le han metido en la bóveda de seguridad de sus casinos y están a punto de chorearle 180 palos verdes. Ok, felicitaciones, eres hombre muerto; así que éste es mi consejo: corre y escóndete, le había advertido el malo al dandi. Y corrió, el pelotudo. Corrió como Forrest Gump. Como Lola, corrió el pelotudo. Corrió sin saber a dónde ir, empujado por el motor más poderoso: el miedo. Corrió unas cuantas cuadras. ¿Seis, siete, ocho cuadras? No las contó. Estaba fuera de sí. Se detuvo exhausto, sin aliento, frente a una cancha de fútbol abandonada que todavía conservaba el cartel de la entrada: en forma de escudo, el pelotudo adivinó que alguna vez había sido blanco con una banda cruzada celeste. La sigla CFLH era inequívoca: estaba frente a la cancha del Centro Fomento Los Hornos, en 58 y 132, la misma en la que, durante una calurosa mañana del año 2009, acorraló contra la línea lateral izquierda al corpulento Gonzalo Santos y el joven cronista del rodete lo enfrentó con pelota dominada y, tras clavar la mirada en la separación imprudente de sus piernas, hizo lo que el pelotudo adivinó que haría: le tiró un caño que, pese a su capacidad de adivinación, el pelotudo se comió como un pelotudo y, herido en su orgullo de marcador experimentado, sólo atinó a taclear al grandote para, al menos, honrar el dicho futbolero que establecía —cuando todavía se jugaba al fútbol— que pasa la pelota pero no el jugador —Santos caería desplomado pesadamente sobre el pecho del pelotudo y, en represalia adicional y artera, se levantaría pisando sin querer queriendo el muslo derecho del zaguero, que durante los siguientes 30 días sufriría cada una de sus carcajadas como puñaladas en su pecho que lo hacían maldecir aquel maldito caño, aquel faquin tacle, aquel malvado cronista del rodete, aquella puñetera decisión de jugar contra los pinches pendejos de la redacción y, por qué no, al Pelado Buffarini, que había facilitado la realización del muy puto cotejo aportando la chingada cancha del Fomento que ahora, diez años y una catástrofe global después, elegía como refugio para pasar la noche que ya caía sobre la ciudad, territorio impredecible de los cancelados, de los excluidos, de los expulsados, de los negados que luchan cada día por extender un día más su agonía de muertos vivos.

No era para menos el pánico del pelotudo. En 2019, salir de casa, salir a la calle, no es salir: es entrar. Salir a la calle es entrar a un laberinto que puede encerrar al desprevenido en el afuera mismo. Así se sintió el pelotudo: encerrado afuera, en un afuera sin salida, (des)gobernado por hordas anárquicas de salvajes que llevaron a la Humanidad de regreso a su estado más primitivo, con hombres y mujeres despojados de todo vestigio de  sentimiento de culpa o remordimiento frente a la falta o el crimen, del sentido del bien y del mal que la cultura se había encargado de inocularles a lo largo de siglos de sistemática represión institucional. Hoy, en 2019, en la calle los hombres y las mujeres viven en estado de naturaleza, entregados al dominio de sus pulsiones: en la calle comen, cagan y cogen donde quieren o donde pueden, lo que quieren o lo que pueden, con quien quieren o con quien pueden. Toman lo que necesitan –el alimento, una pareja- cuando lo necesitan, sin pedir permiso, y pelean con quien sea para tener lo que sus cuerpos les reclaman. Pelean hasta matar o hasta morir. Y el que no mata, muere.


El pelotudo chequeó la carga de su arma reglamentaria y la empuñó con dos manos, como le habían enseñado durante la instrucción obligatoria en la Escuela para Civiles de la Policía Militar. Sin poder controlar el jadeo seco, sintiendo que el corazón se le salía por la boca y los huevos lo asfixiaban alojados en su garganta, avanzó por el pastizal de dos metros de altura hasta la puerta desvencijada de lo que podría haber sido un vestuario. La empujó apenas y se zafó de la bisagra y cayó al piso y provocó un estruendo que hubiese sido fatal si el vestuario hubiese estado ocupado por algún grupo de cancelados. Milagrosamente, por esas cosas del destino que el pelotudo no estaba en condiciones de descifrar, el lugar estaba vacío, apenas habitado por un perro sarnoso que miró al pelotudo casi como disculpándose de no atacarlo, casi como invitándolo a hacerle compañía, a compartir la miseria, el abandono, el hambre, la soledad, el desamparo… esa vida de perros, de pobres diablos condenados a una muerte prematura.

Ya desde adentro, el pelotudo volvió a poner la puerta en su lugar y fue al rincón donde lo esperaba el perro y acomodó unos cartones sobre el piso húmedo y se sentó y el perro se le acurrucó y le apoyó la cabeza sobre sus muslos contracturados. El pelotudo lo acarició con su mano izquierda –en la derecha, el arma cargada, lista para tirar a matar- y lo sintió temblar. Y los dos temblaron juntos, como dos pelotudos.

En esa noche que se anticipaba interminable al pelotudo se le dio por pensar pelotudeces. Intentó establecer con alguna claridad por qué el mundo se había descajetado del todo y pensó que, en líneas generales, el cine y la literatura de ciencia ficción se habían equivocado poniendo por fuera de la raza humana la responsabilidad de la devastación. Pensó, por ejemplo, que, aunque no era exagerado asumir que los esmartfouns habían terminado siendo más esmart que muchos pelotudos como él, no habían sido las máquinas las que, como en la saga Matrix, se habían emancipado y se le habían vuelto en contra al Hombre y le habían arrebatado el control del mundo y lo habían sojuzgado bajo un gobierno sin alma. Pensó, también, que tampoco habían sido alienígenas más inteligentes y con tecnologías más sofisticadas los que, como en La guerra de los mundos, la novela de Orson Wells, habían venido a aniquilar a la raza humana para quedarse con los recursos naturales que habían depredado en sus planetas de origen. Y pensó que tampoco había sido una catástrofe sanitaria la que había terminado con la civilización tal como la habíamos conocido —no fue una epidemia que convirtió a los sobrevivientes en vampiros despiadados, como en Soy leyenda, la película de Will Smith, ni en zombis insaciables, como en Resident Evil, la de la gélida Mila Jovovich— ni una glaciación como la que había terminado con los dinosaurios ni un diluvio como el del viejo Noé ni un meteorito como en El día después de mañana, la de Dennis Quaid, ni un planeta desorbitado como en la extrañísima y exquisita Melacholia, la de Kirsten Dunst y Kiefer Sutherland, ni un extraño fenómeno como el de 2012, donde la Tierra deja de girar y la inercia hace que todo se vaya al carajo —o algo así. El pelotudo cayó en la cuenta, entonces, de que la serpiente había crecido desde adentro; que la Humanidad había cavado su propia tumba a paladas de miseria, egoísmo, estupidez, maldad y avaricia; que, cegados por la angurria, los que habían concentrado el poder y las riquezas del planeta no habían sido capaces de advertir la inviabilidad del mundo salvajemente injusto que estaban modelando ni de entender que los que estaban quedando afuera no tardarían en voltearles los pórticos de sus mansiones para tomar lo que les correspondía y cobrarse la venganza que venían cocinando en frío.


En el silencio inestable de la noche, estremecido por detonaciones y gritos desgarrados de dolor que golpeaban como latigazos en el fondo de la oscuridad, el pelotudo pensó –se preguntó, digamos- si la Humanidad, así como se había sumido a sí misma en las sombras del apocalipsis, sería capaz de encontrar una luz que la guiara en el camino a un nuevo mundo. Se preguntó eso, el pelotudo, y se sintió un pelotudo romántico soñador delirante.

19/10/12

VOL 2 Volver al futuro CAP 3 Casi cuatro horas y fracción (parte II)

El pelotudo preguntó si podían darle algo caliente para saciar el hambre y sacarse algo del frío –mezclado con el miedo que imponía el grandote con cara de Lanata- que lo hacía temblar como un flan Ravana (la comparación que le salió en ese momento de zozobra le produjo al pelotudo un yoc de angustia por el contraste con su tierna infancia en el barrio platense de La Loma, siempre sobre ruedas en su bici naranja con falsos amortiguadores y asiento banana, y el viaje se le presentó con la cortina musical del yingle que fue un clásico: si se mueve, uaua, si se mueve…). Pero el grandote con cara de Lanata le dijo que ni en pedo, que si se portaba bien terminarían rápido.

  Dale, gordo, una sopa Knorr no se le niega a nadie— lo increpó el pelotudo, envalentonado por el zezeo del grandote.

  Voy a hacer como que no dijiste nada, pelotudo. Y Ahora me vas a decir dónde encuentro a Bonfatti— lo apuró el gigantón apoyándose con las dos manos en el pupitre mínimo, inclinando su cuerpote hacia adelante y casi quemándole la nariz –que no es como para que le digan Poroto- con el pucho que le colgaba de la comisura izquierda y se balanceaba de arriba para abajo y viceversa con el movimiento de los labios, mientras dos tipitos de mameluco instalaban una pantalla de 42 pulgadas frente a él.

El pelotudo quedó estupefacto. ¿Por qué reputísima razón el energúmeno éste de tiradores y sombrerito suponía que él, un pelotudo normal, estándar, un pelotudo más, sin relieve, podría llegar a tener alguna faquin idea de dónde se escondía Bonfatti?

El ex gobernador de Santa Fe, segundo dirigente socialista que había gobernado una provincia argentina, está prófugo desde diciembre de 2012, cuando el entonces diputado nacional Agustín “Chivo” Rossi lo sindicó como capo del cártel de Arroyo Seco y contacto local del cártel mejicano de Acapulco, que lideraba la mítica pareja de criminales conocidos con los alias tía Berta y tío Acner. La punta del aisberg había sido el jefe de la policía santafesina, al que habían pillado hablando con chicos malos. Bonfatti se quejó de que no le habían avisado que estaban investigando a su subordinado, y mandó al Congreso un proyecto de ley para obligar a los espías a tocar timbre, pero resulta que lo peor que no le habían avisado era que al que estaban buscando en realidad era a él. Con careta del Lole Reutemann y traje antiflamas, el mandatario abandonó en moto la casa de gobierno provincial a las 12 PM en punto del 31 de diciembre, aprovechando los estruendos de la pirotecnia de Año Nuevo. Y nunca más se lo vio en los lugares que solía frecuentar. La gobernación quedaría en manos del vicegobernador Henn, que era radical, dato que nunca había tenido en cuenta el denunciante, sobre quien recayó una unánime condena social –Rossi sufrió violentos escraches en la puerta de su domicilio por parte de multitudes enardecidas que portaron pancartas con el lema PEOR EL REMEDIO QUE LA ENFERMADAD. (El sucesor natural de Bonfatti duró unos poquitos meses en el poder y también tuvo que escapar subrepticiamente de la casa de gobierno, pero en su caso, siguiendo otra tradición partidaria –la primera que respetó fue la de no terminar el mandato-, se rajó por los techos en helicóptero). Meses después circularía en la interné un video casero que fue reproducido por las principales cadenas de televisión: vestido con una camisa jauaiana de colores vivísimos y con un puro cubano entre los dedos, Bonfatti se reía a carcajadas echando su cuerpo hacia atrás y dejando ver su abdomen inflamado, coronaba la risotada con un nariguetazo largo, profundo, y con sus bigotes a estrenar blanqueados y sus ojos inyectados en sangre hacía como que miraba al espectador y, ofreciendo el plato a la cámara, volvía a soltar una carcajada desafiante. Hoy se dice que en estos siete años el ex militante socialista, pionero del llamado socialismo narco, en el que militan en la clandestinidad decenas de dirigentes que aseguran haberse hinchado las pelotas de tanta corrección política, construyó un imperio criminal con ramificaciones en toda Latinoamérica: el Régimen lo acusa de quemarle la cabeza a los jóvenes con la cocaína y con su otro gran negocio: la distribución ilegal de libros de pensar.

(El Régimen ejerce un férreo control de todo lo que se publica y aplica un tamiz apretadísimo –como pedo de visita- que reduce a un puñado los escritores autorizados, todos inscriptos en el género de la autoyuda y la espiritualidad –el catálogo oficial incluye títulos de Ari Paluch, Claudio María Domínguez, Sergio Lapegüe, Luis Majul, Elisa Carrió, Andrés Calamaro, Daniel Amoroso, Luis Ventura, Caruso Lombardi y Orlando Barone. El filtro está a cargo del ministro de Control Editorial, el ex animador, actor y pistolero Baby Echecopar)

El grandote de cabeza chiquita ametralló al pelotudo con un interrogatorio en el que lo amenazó reiteradas veces con borrarle el rígido de su súper computadora personal –a lo que el pelotudo se animó a preguntarle si todavía seguía calenchu- y lo sometió a salvajes tormentos sicológicos: le pasó, una tras otra, las rutinas de estandap que Jorge Lanata ensayaba en el show televisivo revisteril de los domingos a la noche en el trece, mechadas con las conclusiones que exponía el médico y periodista Nelson Castro en su programa El Juego Limpio hablándole y reclamándole cosas a la Presidenta y las agarradas del abogado y periodista Eduardo Feinmann con alumnos tomadores de escuelas porteñas. Pero no consiguió nada. Aunque turbado por tanta TV basura, el pelotudo dijo una y otra vez lo mismo: ¡Sólo soy un pelotudo! ¡Sólo soy un pelotudo! ¡Sólo soy un pelotudo!

Habían pasado casi cuatro horas y fracción cuando el grandote tiró la toalla.

  Ok, evidentemente sos un pelotudo, pero no uno cualquiera: un pelotudo importante, porque sabemos que sabés y te hacés el pelotudo y sabés que no es gratis saber y hacerse el pelotudo— le dijo el ropero al pelotudo sacándose el sombrero y rascándose la cabecita.

El gordo dio media vuelta y se fue yendo, su mano izquierda en el bolsillo de los pinzados y la derecha llevando el trigésimo cuarto cigarrillo a su boca, pero antes de cerrar la puerta metálica asomó apenas su cabecita y le advirtió al pelotudo:

     No te relajes, eh: nos volveremos a ver.

Enseguida dos guardias volvieron a encapucharlo y lo arrastraron otra vez por los pasillos angostos y ásperos hasta el blindado. Anduvieron un tiempo indescifrable hasta que el camión frenó y la puerta se abrió. El pelotudo sintió otra vez que lo agarraban del cuello del gabán, lo bajaban bruscamente y le sacaban la capucha.

     Tomá, pelotudo, cuidate, que la calle está dura— le aconsejó uno de los guardias mientras le devolvía la pistola reglamentaria. 

15/10/12

VOL 2 Volver al futuro CAP 2 Casi cuatro horas y fracción (parte I)


El pelotudo dobló la esquina de 8 y 51 por la vereda de enfrente de las ruinas de la Legislatura y se sintió apenas conmovido por un sentimiento que podría reconocer como melancolía republicana, pero lo curó enseguida el rostro mofletudo y eternamente bronceado de Osvaldo Mércuri, que se le apareció de pronto y lo arrastró en un viaje relámpago al pasado: en el tórrido verano de 1995, el pelotudo cubría la temporada veraniega en Pinamar para el diario El Día de La Plata, que, a sabiendas de que la frivolidad y el lujo de esas costas irritaba las fibras filo marxistas del cronista, le había alquilado un cuchitril inhabitable de tres por dos que parecía una celda de Guantánamo incrustada como una espina en el corazón de la abundancia (el departamento era tan chiquito que tenía media cocina, o una cocina de dos hornallas, digamos, y un horno tan angosto que una tartera de tamaño regular entraba a 45 grados, con lo cual el pelotudo se pasó un mes juntando del piso el queso de la pizza). En esa década insólita, el diputado había salido a robar por los caminos de la provincia de Buenos Aires con el verso del medio ambiente y unas máquinas que aplastaban latas de aluminio reciclable –o algo así. El pelotudo recordó particularmente la tarde en que, vestido con bermuditas blancas, mocasines y chomba rosa, el legislador montó en la playa el espectáculo del aplaste latero acompañado por un ejército de gatos en calzas blancas y final a toda orquesta con hectolitros de champán que el líder de Lomas de Zamora descorchó con pericia de campeón de Fórmula 1 y sirvió bien frapé, a las cuatro PM, a señoras copetudas y a distinguidos borrachines de alcurnia convertidos al peronismo.

El pelotudo creía haberlo visto todo, pero en la vereda de lo que supo ser, durante décadas, Bastons Deportes, quedó yoqueado como Viviana Canosa cuando en octubre de 2012 se enteró de que estaba embarazada -la ex conductora de televisión y actual primera dama  terminó haciéndole juicio y arruinando de por vida al padre de la criatura, Alejandro Borenstein, a quien demandó por daños y perjuicios insanables al ver que sus caderas volvían a ensancharse de manera ya irreversible (la pobrecita ya nunca dejó de estar gruesa). Hincados sobre sus rodillas desnudas, tres ex ciudadanos saciaban su hambre atroz comiendo de las entrañas del cuerpo inerte de un pelotudo que, a juzgar por la frescura de su sangre, había sido boleta apenas un rato antes. Pero el sacudón lo sacó violentamente del trance: desde atrás, un agente de la policía militar había tomado al pelotudo del cuello de su gabán y lo había tirado al piso, de espaldas, y antes de poder decir pío otro cana le metió la rodilla en la traquea y lo sofocó. En un movimiento lo dieron vuelta, le esposaron las manos sobre la espalda y le leyeron sus derechos: tenés derecho a quedarte piola, gato, a menos que quieras que te desfigure la cara de pelotudo ésa que tenés, le dijo uno, y el otro se cagó de risa.


El pelotudo, que nunca se caracterizó por desafiar al sistema, se quedó piola nomás. Y los uniformados lo llevaron con las patitas en el aire hasta el blindado, abrieron la caja y lo lanzaron al interior como una bolsa de papas. Al piso del camión llegó después de rebotar en la pared del fondo –del fondo visto desde atrás, pero en realidad la de adelante, la que da a la cabina, o sea. Uno de los guardias entró con él y le puso una capucha en la sabiola. No te hagás el pelotudo no te hagás, le advirtió, y el pelotudo quiso aclararle que él no se hacía, pero una sílaba alcanzó para que lo acomodaran de un mamporro en una oreja que lo dejó turulato, con el Dispositivo Inteligente Multifunción (DIM) bailándole en el tálamo.

El viaje fue accidentado. En la calle se ve que había más cadáveres que de costumbre y el camión pisó varios y el pelotudo anduvo de acá para allá como chorizo en fuente’e losa. Encima, atravesó dos balaceras y los disparos que impactaron en el vehículo retumbaron en el marote aturdido del prisionero, que no entendía por qué carajo se lo llevaban a él, un pelotudo obediente, regular, estándar, sin rasgos particulares que lo distinguieran del malón de pelotudos que vivían encerrados en sus casas blindadas haciendo los deberes del buen ciudadano –ganándose cada día el derecho a la ciudadanía, digamos. Todavía no habían desarrollado con éxito el DIM con lector de mentes, con lo cual no era posible que supieran las pelotudeces que cada tanto se ponía a pensar y que no compartía con nadie por vergüenza casi. Desde un asilo clandestino, Jorge Altamira, otrora combativo dirigente del Partido Obrero, sigue repitiendo que todavía no hay conciencia de clase en las clases populares argentinas, y Pino Solanas está como quiere desde que ocupa un asiento en el directorio de Clarín -dice que le prometieron una buena jubilación-, adonde se llevó como secretaria a la ex diputada Victoria Donda, que en los últimos años perdió tetas pero no las mañas. ¿A quién, entonces, podría interesarle ahora una revolución?

También en el aire lo sacaron del camión y lo llevaron escaleras abajo y por pasillos de no más de medio metro de ancho, según pudo adivinar por los constantes choques de sus codos contra superficies rugosas, ásperas, que lo enfrutillaron mal. Después escuchó el sonido de lo que sería una puerta metálica pesada que se cerró inmediata, violentamente detrás de él. Cuando le sacaron la capucha la luz enceguecedoramente blanca lo encandiló, y tardó unos minutos en ajustar sus pupilas para ver que estaba en un cuarto vacío, húmedo y frío como el Monumental durante la última campaña de River con el Pelado Almeyda como DT, cuando se salvó del descenso porque los bombardeos dirigidos por el comandante revolucionario Mauricio Macri y ejecutados por los pilotos Chori Domínguez y Torito Cavenaghi dejaron el viejo estadio de Núñez reducido a escombros y ultimaron a todo el plantel profesional millonario -el mellizo Ramiro Funes Mori ensayó unas patadas voladoras en un intento desesperado de voltear los aviones agresores, y aseguran que les erró por un tantito así nada más.

Horas interminables de frío, hambre y miedo pasó el pelotudo, con sus músculos abarrotados por la tensión de esperar lo peor y de saber que ocurriría tarde o temprano, en un instante o en el siguiente o en el que vendría después. Caminó en redondo durante un lapso imposible de determinar. Se recostó un par de veces y trató de calmarse. Le ardían los codos pelados –un reguero de gotas de sangre habían manchado el piso impoluto pero ya estaban secas- y el espanto le secaba la garganta.

De repente, ruido de metales pesados. La puerta se abrió por fin y entró un tipo con tiradores y sombrerito, enorme, obeso, pero de cabeza curiosamente chica. Lo rodeó sin sacarle lo’ojo de encima y fumando sin parar. ¿Te molesta que fume? Me chupa un huevo, ¿sabés? Yo fumé en la mesa de Mirtha, papá, mirá si no voy a fumar acá, le dijo el grandote con un zezeo que le arruinaba la pose de guacho pija. Y soltando una carcajada lo interpeló:

     ¿Qué? ¿Vos también vas a decirme que soy igualito a Lanata?

Se refería a Jorge, periodista/empresario de meteórica carrera que terminó en un confuso episodio cuando se lo dio por muerto producto de lesiones internas provocadas por una netbook que se habría tragado involuntariamente forcejeando con policías venezolanos en el verano de 2013. La presunta comprobación de la muerte por ingesta de computadora fue espectacular: sobre una mesa de operaciones, el cadáver del periodista fue sometido a una ecografía de laringe que fue transmitida en vivo y en directo en el programa del animador Chiche Gelblung. No obstante, al cuerpo nunca se le vio el rostro, lo que sembró dudas que aún hoy persisten.

El tipo se le acercó al pelotudo, pitó profundamente su cigarrillo por enésima vez, le tiró redondelitos de humo en la cara y le advirtió, con insoportable aliento a faso:

     Me vas a contar en qué andás, pelotudo, o no te vas a olvidar de esta carita en tu puta vida.

12/10/12

VOLUMEN 2 Volver al futuro - CAPÍTULO 1 La calle está dura


(SIETE AÑOS DESPUÉS…)

El pelotudo se despertó –se sobresaltó y se le sacudió el cuerpo como si le hubieran metido un cable pelado por el orto y se dio el marote, otra vez, contra el cabezal de la cama- con el chirrido ése de mierda que cada mañana, a las seis ocloc, le horada el cerebro desde adentro –literalmente desde adentro. Hace ya cuatro años que le implantaron el Dispositivo Inteligente Multifunción (DIM) en el tálamo, pero el pelotudo –que, se sabe, tarda en absorber las novedades porque es un pelotudo con tecno dilei- no se acostumbra a que le suene el despertador adentro del marulo y se estremece y putea en arameo cada puta mañana de su vida. De hecho, le queda el tic de tirar el manotazo sobre la mesa de luz con la esperanza de acertarle al viejo despertador con campanita.

Todavía medio tololo, mientras escucha la voz de trola que desde adentro de la cabeza le da un informe detallado y monocorde de las tareas que tiene agendadas para la jornada, de sus signos vitales y de sus necesidades alimentarias y fisiológicas y le avisa que su colesterol malo experimentó una leve suba en las últimas 72 horas, se estira para desperezarse y comprueba que lo sigue matando la cintura y sospecha –hace años que sospecha y nunca termina de convencerse, o sea que vive en constante estado de conjetura, el pelotudo- que es el sedentarismo que lo atrofia, lo des-tonifica, lo encorva y lo entumece.

El pelotudo se estira un poco más, corre la mirilla de la ventana metálica y achina lo’ojo para fisgonear cómo está el día, al tiempo que le pide al DIM el informe del clima y del tránsito. Abrir la mirilla para ver cómo está el día e interesarse por el clima y el tránsito son también reflejos residuales de cuando el pelotudo salía al menos cinco de siete días a la semana para tomar el bondi que lo llevaba a su trabajo en Buenos Aires, en un diario digital que desmontó la redacción en 2014 –inmediatamente después de que el Gobierno estableciera el estado de sitio- y mandó a sus periodistas a trabajar en sus casas. En su momento le pareció una bendición porque ya no tendría que soportar ese pinche viaje cotidiano que lo condenaba a dedicarle de tres a cuatro horas diarias más al trabajo que los pelotudos que vivían en La Plata y trabajaban en La Plata. Después sufrió algunos desórdenes sicológicos producto del encierro y ahora, que ya lleva casi cinco años prácticamente sin salir a la calle, es como que se acostumbró, igual que la mayoría de la minoría trabajadora que adoptó la modalidad del teletrabajo a la fuerza y mudó definitivamente su vida social a la interné, que provee de todo y satisface la mayoría de las necesidades espirituales, culturales, sentimentales y de esparcimiento y hasta románticas y sexuales -el sexo es definitivamente virtual y onanista, con la ayuda de las súper computadoras, que reproducen texturas y olores humanos y permiten recrear, aunque todavía bastante rústicamente, la experiencia del cuerpo a cuerpo.

Por la mirilla el pelotudo confirmó que la guardia de la policía militar, que es ambulante durante la noche y la madrugada, ya estaba en posición. Entonces destrabó y levantó las cortinas metálicas que cubren los cristales blindados, pero inmediatamente bajó el blacaut para impedir que la luz natural -aunque tenue por la gruesa capa de gases que bloquea el paso franco del sol- le nublara la vista, desacostumbrada a la claridad. No pasaron dos minutos hasta los estruendos del primer cruce de disparos. Es que afuera hay una guerra -una guerra de todos contra todos por la supervivencia.

El mundo empezó a desquiciarse del todo a fines de 2012. El entonces presidente de Estados Unidos, Baracka Obama, perdió las elecciones de noviembre de ese año a manos del republicano cara de republicano Mitt Romney, un presunto moderado que el mismísimo día en que ocupó el Salón Oval se rebeló fanático de derecha y se erigió, en el mismo acto, en un pelotudo importantísimo. En su primer mensaje al mundo desde el atril montado, como era tradicional, en las puertas del Capitolio, el zarpado anunció la misión que –dijo- Dios le había encomendado: terminar con la crisis financiera en su país a como diera lugar, y se declaró protegido por la fe para soportar la angustia moral que le provocaran los costos de un plan de ajuste sin precedentes, estructurado, fundamentalmente, a partir de un feroz recorte de la inversión pública en programas de fomento al empleo e incentivo a la producción, además de un severísimo achicamiento de los recursos destinados a la educación y a la salud públicas –la reforma del sistema de salud que había implementado Obama, advirtió el nuevo, iría inmediatamente para atrás.

Desde ese atril/púlpito, Romney convocó a los líderes de las potencias en crisis a “hacer lo que tengan que hacer”, y advirtió, con su dedo índice derecho apuntando al cielo, que Dios vomitaría a los tibios.

Era lo que necesitaban otros pelotudos con cetro del mundo civilizado para pudrir el queso. La alemana Merkel, que ya tenía los colmillos afilados; el británico Jaimito Cameron, el socialista francés con apellido de país bajo que en el fondo era un monigote de su compatriota jefa del Fondo, madam Lagarque; el cara de cebolla cruda Rajoy –el presidente más pelotudo parido por la Madre Patria que la parió- y otros energúmenos se prendieron con entusiasmo criminal y aplicaron planes de ajuste tan pelotudos que no sólo no arreglaron nada, sino que la cagaron del todo. Para mediados de 2013, Estados Unidos y Europa occidental estaban prendidos fuego, con millones de pelotudos sin trabajo ni cobertura social pero con muchas piedras y bombas molotov en sus mochilas de neoagitadores indignados que fueron cayendo como moscas bajo la represión discrecional y salvaje de fuerzas del orden puestas al servicio del aniquilamiento de la protesta social, anárquica y descontrolada.

Acorralados por una malaria sin fondo, los pelotudos de la OTAN pensaron que era hora de ir definitivamente por el petróleo y aumentaron la presión sobre los gobiernos enemigos del mundo árabe, y lanzaron operaciones militares que intentaron voltear los regímenes hostiles y despertaron la reacción de las organizaciones radicales, que hicieron escalar la violencia como jamás antes se había visto, con una secuencia de atentados que hicieron blanco en las principales ciudades de las potencias de occidente en decadencia.

El combo de desempleo, pobreza y violencia provocó una estampida en Estados Unidos y Europa: millones y millones de excluidos buscaron refugio en los rincones menos golpeados y más ricos del mundo en términos de recursos naturales y alimentos. Como un siglo antes, con la primera Gran Guerra, una oleada inmigratoria cubrió las economías emergentes que mejor se habían protegido de la crisis a partir de 2008: Rusia, India, China, Sudáfrica y Latinoamérica.

La diferencia con el fenómeno de principios de la centuria pasada radicó en que aquella fue una ola de desplazados que ofrecieron sus manos laboriosas en países con poblaciones escasas y todo por hacer, mientras que los nuevos inmigrantes constituyeron hordas de desesperados que vinieron a reclamar trabajo en mercados insuficientes para albergarlos a todos. Las poblaciones receptoras entraron en pánico y se protegieron pasando a la ofensiva: un brote de xenofobia agitó a los sectores de ultra derecha, que ganaron cierto favor popular proponiendo repeler a los invasores a sangre y fuego. Los gobiernos populares de Cristina Fernández, Dilma Rousseff, Evo Morales, Pepe Mujica, Hugo Chávez, Rafael Correa y Raúl Castro resistieron con la militancia en las calles, pero los sindicatos exigieron determinación para evitar la usurpación de las fuentes de trabajo por parte de mano de obra que se ofrecía por monedas. Las fuerzas armadas se sublevaron y sobrevino entonces un dominó golpista que dejó a la región en manos de un movimiento insurreccional cívico-militar-clerical financiado por las más poderosas corporaciones económicas. Para 2014, los sacaditos neonazis ya habían cancelado todas las democracias latinoamericanas y habían instaurado regímenes represivos largamente más siniestros que los del Plan Cóndor.

(La izquierda marxista argentina habría hecho la vista gorda y habría apostado secretamente al golpe porque al parecer un pelotudo dijo una noche tarde, después de una charla de Vilma Ripoll en el local del MST de Long Champs: ¡Uh, boludo, mirá, las condiciones objetivas para la revolución! Y todos habrían brindado por la inexorabilidad de la dictadura del proletariado y por la aparición con vida del faquin sepulturero de la maldita burguesía)

Hoy, en 2019, el pelotudo integra el 38 por ciento de los que por ahora zafan. Tiene trabajo y derechos de ciudadanía. Un nombre y un documento de identidad, tiene el pelotudo. Los demás, el otro 62%, no tienen nada ni son nada. El Régimen los borró. Los desechó. Los canceló. No existen y entonces si los matan no hay delito porque no hay objeto del delito. Cada cancelado que muere (de hambre, en una gresca con otro borrado o a manos de la policía militar en un intento de asalto o asesinado de onda nomás) es apenas un problema menos. La calle es de ellos. Por eso el pelotudo casi no sale a la calle. Porque la calle es una guerra. Si tiene que salir, tiene que pedir autorización a la guardia de su cuadra, que comprueba que lleve su arma reglamentaria y chequea que esté cargada. Todos los ciudadanos están obligados a portar armas y tienen permiso para tirar a matar y el Estado les provee ayuda sicológica o espiritual para sosegar eventuales estertores de culpa que puedan distraerlos de sus deberes comunitarios. Y todos los ciudadanos son monitoreados a través del GPS de sus DIMs. Hay organizaciones rebeldes que ofrecen extirpar los aparatitos de los cerebros de los ciudadanos que pretenden zafar del control, pero guarda: el que se saca el chip se convierte automáticamente en un clandestino al que se le expropia la casa, se le cancela la ciudadanía –o sea, se lo desaparece- y se lo arroja al desamparo -a la guerra de la calle.

Por eso nadie sale si no es por motivos de fuerza mayor. Por eso casi nadie se relaciona físicamente con casi nadie. Por eso casi nadie se enamora de personas reales. Por eso casi nadie coge de verdad y por eso nacen cada vez menos bebés y por eso la población envejece y se achica vertiginosamente –por eso y por la guerra de la calle. Por eso no pasa nada afuera. Y por eso el trabajo del pelotudo consiste en escribir noticias falsas. No son noticias que distorsionan, tergiversan o manipulan la realidad, como las que redactaba Winston Smith, el protagonista de 1984, que alteraba datos para acomodar la realidad a los intereses del Partido. El pelotudo escribe noticias falsas para inventar una realidad virtual que ocurre en la interné y reemplaza a la que no sucede en la calle, donde solamente hay una guerra. El pelotudo escribe crónicas de partidos de fútbol que nunca se jugaron, críticas de obras de teatro que jamás fueron exhibidas, manifestaciones de protesta que –más bien- nunca se realizaron porque de haberse realizado los manifestantes hubieran sido masacrados por la policía militar. El pelotudo y otros periodistas escriben, y expertos en animación crean las fotos y las imágenes de video. Ojo: es un trabajo riguroso el que hace el pelotudo, porque sus crónicas tienen que dar cuenta de hechos coherentes para no quebrar la armonía de la realidad que progresa, paralela y ficcional, en el mundo sustituto. Y es un trabajo de alta consideración social, porque todos los pelotudos dependen de pelotudos como él para tener una vida.

* * *

Extrañamente animado por la resolana que hoy perfora el colchón tóxico que le pone techo al cielo, el pelotudo pidió autorización a la guardia de la policía militar para salir. Se asomó y un cobani lo cacheó de arriba a abajo y le pidió el arma y chequeó la carga. Le dijo que no fuera pelotudo, que volviera rápido, que la calle está dura. Y le hizo la venia. El pelotudo caminó apurado, las manos en los bolsillos de su gabán y el dedo índice derecho en el gatillo. Antes de doblar la esquina, un par de veces se dio vuelta y miró al gorra que lo había revisado. El cana creyó verle algo raro en la mirada, al pelotudo.

22/6/12

CAPÍTULO 20 Se perdió, el pelotudo


El pelotudo solía perder el auto. Para tomarse el micro a Buenos Aires, a veces lo dejaba en la Terminal y a la vuelta se bajaba en la rotonda, convencido de que estaba ahí y no estaba, porque lo había dejado en la Terminal. Y creía que se lo habían robado. O que lo había dejado en otro lado pero no sabía dónde. O a veces le pasaba que lo dejaba en la rotonda para tomar el bondi ahí pero por alguna razón/motivo/circunstancia el micro no estaba pasando o no le paraba ninguno entonces se iba a la Terminal y dejaba el auto ahí pero no registraba el cambio y a la vuelta se bajaba en la rotonda, convencido de que lo había dejado en esa cortadita que otros muchos pelotudos que viven en La Plata y trabajan en Buenos Aires usan para dejar los coches. Y no. Decía la puta madre, qué pelotudo cuando se acordaba y entonces tenía que tomarse un taxi a la Terminal. Y otras veces ni siquiera lo sacaba de la casa –lo dejaba en el garaje- pero a la vuelta no se acordaba y, seguro de que lo había dejado en la rotonda, se bajaba del micro ahí y ¡zas!, diría Miguel Mateos…
En una época tenía una moto. Y la usaba para ir a trabajar. Como no la podía entrar al laburo y en esa época choreaban motos de la calle todos los días, se había alquilado una cochera a la vuelta y la guardaba ahí. Pero a veces no iba en la moto porque a la hora de arrancar para el trabajo ponele que llovía. Y se tomaba el micro. Entonces cuando salía del laburo el pelotudo iba a buscar la moto a la cochera y quedaba como un pelotudo con el sereno, porque iba a buscar una moto que nunca ese día había estado ahí. Aunque lo peor era cuando le pasaba al revés: iba al laburo en la moto como todos los días pero después, en algún momento, se desataba una fuerte tormenta y al pelotudo se le instalaba la idea de que llovía desde temprano, con lo cual descartaba la posibilidad de haber ido en la moto. El pelotudo salía del laburo, se tomaba el bondi, llegaba a su casa y ¡zas!, otra vez Miguel Mateos que le avisaba que la moto dormiría en la cochera de a la vuelta del laburo.
O sea: el pelotudo cada tanto perdía la moto y ahora solía perder el auto. Y se perdía –quedaba perdido por un rato, como boleado.
En rigor, el pelotudo era de perder cosas todo el tiempo.
Perdía los documentos, perdía ropa, perdía el micro, perdía el trabajo, perdía el tren –el de las vías y el del progreso también, con ese dilei tan de pelotudo con el que accedía a los avances tecnológicos.
Perdía oportunidades de ser menos pelotudo, perdía plata porque lo cagaban como de arriba de un sauce muy seguido, perdía peso si no comía como un animal -y entonces andaba de atracón en atracón y de cagadera en cagadera.
Perdía siempre en el casino pero nunca mucho porque era medio miserable y jugaba poca plata, y después nada porque ya no iba porque había notado que perdía siempre y el juego entonces perdía sentido.
De pibe perdía siempre a la bolita. Sus amigos se quedaron con fortunas suyas en bolitas, porque el pelotudo era horrible -lejos el peor del barrio y de la escuela.
En los deportes no era malo pero perdía más de lo que ganaba y una vez se perdió un viaje por quedarse a jugar un partido importante de una instancia a la que su equipo no había llegado nunca precisamente por perder más de lo que ganaba, y perdió no sólo ese partido por el que se perdió el viaje sino los cuatro meses siguientes de su vida recuperándose de un desgarro machazo que le hizo también perder peso porque tuvo que hacer una dieta estricta que lo hizo perderse el placer de comer carne, quesos y fiambres –o sea que se perdió el viaje y perdió como en la guerra, el muy pelotudo.
Perdía mucho el tiempo. Lo perdía en la parada del bondi y lo perdía en pelotudeces -el pelotudo pasaba la mayor parte del tiempo perdiéndolo.
Perdía sistemáticamente toda batalla doméstica que se atrevía a librar. Ejemplo: que el perro no durmiera en el sofá. Le molestaba que en el sillón donde él se echaba a mirar la tele el perro se revolcase, se rascase, estornudase y se lamiese las bolas, pero el pelotudo perdía esa batalla contra el perro –un ser supuestamente inferior en términos de desarrollo neurológico-, que se cagaba en las pretensiones del pelotudo de su amo, que de amo, según quedaba claro, no tenía nada. Cuando el pelotudo estaba pululando por la casa, el perro no se subía al sillón, porque si se subía el pelotudo lo bajaba a boleos en el culo. Pero apenas el pelotudo dejaba de circular y –un suponer- se iba a acostar, el muy guachito –el perro- ponía su mejor hocico de pelotudo y sigilosamente se acercaba al sofá, pegaba el saltito y ahí se acomodaba y ahí dormía todo despatarrado, haciendo ostentación de su impunidad. En definitiva, el pelotudo no quería que el perro durmiese en el sofá y el perro… dormía en el sofá, lo más choto.   
Últimamente el pelotudo había perdido también la iniciativa y algo del tono vital de otros tiempos. También el buen gusto y el miedo al ridículo.
Había perdido el sentido común, el sentido de justicia, la ecuanimidad y el equilibrio emocional, con lo cual a menudo perdía la cordura, perdía la línea, perdía la paciencia y, al final, perdía la cabeza.
Estaba perdiendo amigos, también, por eliminarlos del chat de la blacberri en su intento por desandar la autopista de la híper conexión, ésa que es de un solo sentido porque bla bla bla...
Y estaba perdiendo el color original de su pelo, que se estaba volviendo gris, y el pelo propiamente dicho. Lo único que, lejos de perder, ganaba, eran manías –ya las coleccionaba.
O sea: el pelotudo era un tipo que había vivido perdiendo. Era, sin más, un perdedor.
Hasta la esperanza de no ser tan pelotudo había perdido y, como la esperanza es lo último que se pierde, ya no le quedaba más que perder. Y se perdió. Se perdió él.
Esa mañana, como todas las mañanas –al menos cinco de siete mañanas a la semana- el pelotudo había ido a tomar el micro a la rotonda. Había ido en el auto y lo había dejado ahí, para tenerlo a la vuelta. Pero resulta que la subida a la autopista estaba cortada por un grupo de pelotudos postergados que peticionaban a las autoridades. Con lo cual el micro no estaba pasando. Otros pelotudos que se habían clavado como él habían decidido irse a la Terminal, y el pelotudo los había llevado a todos. Y había dejado el auto en la Terminal. Pero a la vuelta ¡zas! Otra vez. Se había olvidado de esa movida y se había bajado en la rotonda. Obvio: no había encontrado el auto. Y se había boleado. Se había alunado, el pelotudo. Y así, medio boleado/alunado, se había largado a caminar.
Nadie sabe nada del pelotudo. Dejaron de verlo en los lugares que solía frecuentar. Se perdió. Se perdió a él mismo. Y se ve que no se puede encontrar. O no quiere encontrarse. O se fue. Simplemente se fue. Porque están quienes creen que el pelotudo perdió definitivamente la razón y anda por ahí, vagando, errante, sin norte ni sur ni este ni oeste. Y están los otros, los que aseguran que se hinchó definitivamente las pelotas y se fue, se rajó, fugó –como tanto pelotudo medio que termina plantando rabanitos en San Marco Sierra, cómodamente adormecido en una nube de pedos- en busca del borde, de la frontera más allá de la cual pueda apropiarse de su vida y hacer, como quien dice, de su pito un culo.
-          Por ahí el pelotudo tiene la ilusión de que hay una puerta de salida y un afuera- le dijo un pelotudo amigo del pelotudo a otro.
-          ¡Qué pelotudez! ¡Hombre grande…!- condenó ese otro.

19/6/12

CAPÍTULO 19 Huellas y despelotudizadores

La condición de pelotudo con conciencia de clase –un pelotudo asumido, que reconoce un pelotudo en la imagen que le devuelve el espejo cada mañana- lo somete a un tormento insoportable: la certeza de su intrascendencia, de su finitud.
Está dicho: el pelotudo trasciende poco y nada y la muerte, para él, es una fecha de vencimiento insalvable. Su paso por la vida es, entonces, eso: un paso, fugaz y efímero. El pelotudo es, en el mundo terrenal –el único conocido hasta ahora, en la medida en que es el único que el hombre ha podido relatar sin que lo tomen por loco o endrogado-, un pasajero en tránsito. Pasa y listo, a la mierda, fue. No se queda. Casi no deja nada, más allá de recuerdos mejores o peores, más o menos perecederos, en un puñado de pelotudos que irán, de a poco, guardando esos recuerdos en rincones cada vez más recónditos de la memoria –son rastros, los recuerdos que deja el pelotudo medio, que se van borrando y van siendo tapados, reemplazados de generación en generación por huellas de los pelotudos que los recordaban vagamente pero también  mueren. Del polvo venimos y al polvo vamos, pensó el pelotudo y confundió todo, como siempre confunde todo porque es un pelotudo.
La conciencia de su finitud, de su intrascendencia, somete también al pelotudo al sentimiento corrosivo y corruptor de la envidia –no a padecerlo como víctima, sino como victimario. El pelotudo siente una envidia profunda y malsana por los que tienen algún don, alguna habilidad, cierta gracia que los recorta por encima del pelotón de pelotudos y les permite trascender, burlar su fecha de vencimiento, como estirarse más allá de la muerte y reducir la muerte, entonces, a un evento físico poco determinante, nada definitorio. Hay tipos y minas que, aunque los alojen seis pies bajo tierra y los conviertan en banquete de la gusanada, aunque los reduzcan a cenizas que se pierden en la inmensidad de un mar turbulento o de un río torrentoso o devengan abono de una de las áreas chicas de –un suponer- la cancha de Lanús, dejan marcas indelebles, una obra que los inmortaliza y los convierte en leyendas, estatuas, calles, escuelas, salas de lectura de bibliotecas de centro de fomento, canchas de padel y, lo mejor, en parte de la cultura de un pueblo equis.
El pelotudo tuvo un pico de envidia mientras caminaba como un pelotudo por la calle Sarmiento y recordaba, al cruzar Esmeralda, que en esa esquina Pipo Cipolatti se había bajado de un taxi una noche calurosa de sábado y se había comprado un paquete de pastillas Renomé para llevarse al cine a ver una de terror. En ese momento, una frase se recortó nítida de una conversación borrosa que mantenían dos chicas de menos de 20 –¡dos nenaaaaas!- que lo cruzaron como sin verlo.
-          Si la hacemos, la hacemos bien- dijo una de ellas.
El pelotudo hubiera apostado cualquier cosa: la chica no sabía de dónde carajo había salido esa expresión. Acaso nunca haya visto la repetición de un programa del Negro Olmedo, que había muerto antes de que ella naciera, pero tenía esa frase incorporada, porque la frase estaba en el diccionario, en el idioma, en el acervo popular, en la cultura callejera, en el rígido de la memoria emotiva de los argentinos. Y eso, al pelotudo, lo mata bien muerto de la envidia.
BUENOS DESPELOTUDIZADORES
Por eso -por la conciencia de su finitud y de su intrascendencia que lo angustian y lo cargan de envidia por los que dejan una huella indeleble en la humanidad y bla bla bla- el pelotudo ha probado todas las porquerías que hoy en día le ofrece al pelotudo medio el polirubro de la espiritualidad.
Se ha entregado a la romería de pelotudos menos pelotudos que él que se venden como buenos despelotudizadores y ganan fama y dinero tratándolo de pelotudo y tratando de concenverlo de que puede salir de pelotudo simplemente convenciéndose de que no es ningún pelotudo.
El pelotudo se masacra con el perversamente desopilante Claudio María Domínguez. ¿Tenés una vida chotita, chotonga?, le pregunta con una sonrisa pelotudísima de oreja a oreja, el muy sádico hijo de puta. Y el pelotudo va y se compra todos los libros y las revistas y se fuma los micros de la tele que pasan a la madrugada y los programas de radio que pasan en horarios chinos y no logra creerse un genio de la vida porque no logra entender qué carajo quiere decir Claudio María el despelotudizador cuando le dice que tiene que dejar de vivir la vida de otro y encontrarse a sí mismo para vivir la propia, porque en realidad piensa que estaría buenísimo vivir la vida de otro y no vivir la de él, que es la vida de un pelotudo que cinco de siete días a la semana tiene que levantarse como un pelotudo para ir a laburar, o sea a hacer lo que no tiene ganas de hacer porque tiene que ir a hacer lo que a otro pelotudo se le canta el quinto forro del culo que haga cuando se le viene en sus reputísimas ganas y encima tiene que viajar promedio tres horas por día para ir y venir de hacer eso que le rompe soberanamente las pelotas hacer cinco de siete días a la semana y no los cinco que él elige sino los que le elige el pelotudo con cargo.
Además se compró el libro de Confianza Total (www.confianza-total.com), que viene con unas alitas en la tapa y una leyenda irresistible que dice que muy de vez en cuando aparece un libro que realmente puede cambiar tu vida y dos minas con caras de exitosas. El combo, pergeñado por el gran despelotudizador Jack Canfield (Uno de los principales maestros de El Secreto y coautor de Los principios del éxito y Chocolate caliente para el alma, según la presentación que se hace el muy turro, que tituló un libro Chocolate caliente para el alma, como si el alma necesitara chocolate caliente... ¿El alma toma la leche con los amiguitos como los pelotudos de Carozo y Narizota? ¿El pelotudo de Ari Paluch se inspiró en el genio de Jack para sus combustibles espirituales? ¿Tan hijos de puta son que ni siquiera pueden inventar sus propias pelotudeces y se chorean entre ellos?) viene DVD, película (este apasionante film te dará la confianza necesaria para poder vivir tus sueños, aseguran, pero el pelotudo dice que él no quiere vivir sus sueños porque sería un pelotudo que viviría durmiendo y, se sabe, cocodrilo que se duerme es cartera, sino que lo que él quisiera vivir es una vida no tan de pelotudo, una de verdad, digamos) y cursos presenciales en teatros a los que el pelotudo, por supuesto, ya fue -y sigue siendo un pelotudo.
Se compró también los dos volúmenes de El combustible espiritual porque vio al pelotudo de Paluch una vez en el programa de tele de Gerardo Rozín diciendo que a él, que leyó a Osho y a otro montón de despelotudizadores transnacionales, la inspiración le baja, le baja, le baja, como el torrente sanguinoliento de una regla de primer día, pero al pelotudo lo único que le baja, le baja y no para de bajarle es la autoestima.
El pelotudo está endemoniado. Tiene el Diablo en el cuerpo y compra porquerías compulsivamente. El otro día estaba en la librería y no pudo resistir la tentación de comprarse Prende el optimismo, de Sergio Lapegüe, un libro esencial en el que el autor, famoso por conducir un programa de tele que ninguna democracia madura debería privarse de censurar, asegura tener la receta para una buena onda y un optimismo rozagantes: predisposición para recibir la buena noticia, la felicitación, la sonrisa amiga. Con eso, leyó el pelotudo, alcanzaría para atraer la felicidad, y se lo contó a un pelotudo amigo y el pelotudo amigo le contó las últimas noticias que recibió: la mujer se fue con un escultor indigente y le pide para la manutención del escultor (y para los pañales de la suegra incontinente, que se la dejó viviendo con él), el hijo menor se fue a estudiar biología marina al sur y le pide para la manutención de las ballenas francas de Península Valdez, la mayor se fue con un pibe a recorrer la América del Sur y le pide para la manutención de todos los pueblos originarios del subcontinente (y para el pibe que se la llevó a encontarse con sus orígenes y sus almas y la Pachamama y la reconcha de su lora), el jefe le cambió los francos (se los pasó al martes y al miércoles, salteado semana por medio) y unos chorros le entraron a la casa/le comieron la pizza fría que guardaba para el desayuno/le contaron el final de Dr.House/le garcharon al Boby. 
El pelotudo también se dejó llevar por consejos más imperativos: basta de miedos, de la Vivi Canosa, y ¡Pare de sufrir!, de ese pastor brasileño que, a la hora de las brujas, te ordena a los gritos que pares de sufrir enfrentando la cámara con la misma cara efedrínica de Maradona gritando el gol a Grecia en el fatídico mundial de Estados Unidos 94.
El pelotudo no falta nunca a las misas que ministra el Obispo Romulado (se pronuncia Gomualdo, con una G carrasposa, casi una J sería), un despelotudizador que todos los domingos mete tres lucas de pelotudos en una especie de templo/yopin del barrio porteño de Almagro y te garantiza la gracia de Dios, cura tullidos varios y te libera de los espíritus malignos que te atan a tu vida de pelotudo medio. Si no podés ir, Gomualdo tiene página en la interné (www.arcauniversal.com.ar), programa de tele, canal en iutub, feisbuc, tuiter y radio propia.
Igual no hay caso. El pelotudo no logra sacarse de adentro esa sensación de angustia que es como una acidez que le quema el esófago, como al pelotudo de Panigazzi. Y está empezando a desconfiar de las buenas artes de todos estos buenos despelotudizadores. Cada tanto, cuando tiene un ratito y revisa todo el material que amontona en la casa (los libros, los DVD, las revistas, el chocolate caliente y el combustible que chorrean en la alfombra), cuando alcanza a mirarse para sus adentros y en el espejo implacable del antebaño, llega a la misma, demoledora conclusión: ya vendrán tiempos peores.

13/6/12

Capítulo 18 ½ (No tan) sordos ruidos

Cuando se enteró de la muy interesante iniciativa de la Facultad de Periodismo de La Plata de unificar los baños y, de esa manera, derribar las tradicionales barreras sanitarias de género (barreras físicas pero sobre todo culturales, porque muchos pelotudos, acaso con el altruista interés de mantener la sensualidad de un sector de la población y la libido propia a resguardo de la acción corrosiva de los costados más escatológicos de las personas, siguen sosteniendo el mito de que las chicas no hacen caca o, en todo caso, si lo hicieran, que sus deposiciones olerían a delicadas fragancias –rosas, jazmines o praderas, ponele), el pelotudo, que le ve siempre el pelo al huevo porque es un pelotudo con dedicación exclusiva, pensó que el problema son los ruidos. Incluso se lo comentó a su madre: le dijo a su madre, que no se sorprende de sus pelotudeces porque lo conoce como que lo parió, que el problema de los baños mixtos son los ruidos. Y le explicó:
1)      El pelotudo medio es sensible –su pudor se eriza- a la trascendencia de sus actividades fisiológicas más allá de los límites de su privacidad, sean estos márgenes los que sean, porque no necesariamente la privacidad siempre es de uno, porque uno puede hacer cosas privadas de a dos, de a tres o con la cantidad de gente que más le plazca. O sea: a nadie le gusta que terceros que están fuera de su privacidad le escuchen sus vientos. De hecho, no hay situación más límite, más embarazosa, más dramática que la del novio que va a cenar por primera vez a casa de los padres de la novia y, acorralado por inclemencias gastrointestinales impostergables, advierte que el servicio está tan cerca de la mesa del comedor que la puerta no alcanzará para evitar la publicidad de sus actos si es que sus vísceras deciden ignorar las expectativas de su ser social y ponerle sonido a sus procedimientos. De ahí la metáfora popular: apretado como pedo de visita.
2)      Enfrentado al mingitorio, al pelotudo medio le gusta sentir en sus manos el peso de su virilidad -lo mensura con sutiles movimientos descendentes y ascendentes- y suele compartir el orgullo de macho con el amigo que, cómplice en ese ritual tan masculino, le dice faaaaa, loco, ahí tenés medio kilito de peceto, ¿no? Pero lo que más le gusta, lo que lleva al éxtasis al pelotudo medio varón es soltar -rajarse es la palabra adecuada, porque es una acción esmerada- un pedo bien sonoro -de esos que provocan la risotada adolescente incluso en la barra de amigotes cincuentones reunidos frente a la tele para ver Ferro-Brown de Madryn- mientras se echa una meada de ésas en las que se libera de la mitad de su peso en líquido. Sin ir más lejos, el pelotudo atendía hoy severas urgencias encerrado en uno de los cubículos del baño de la oficina cuando dos pelotudos entraron y -según pudo adivinar- se entregaron juntos al placer de esa meada reparadora frente a los mingitorios. Promediaba el trámite cuando un flato (del latín flatus: viento) largo y para nada discreto (un vetarrón, digamos), imprevisto como el estruendo de un pantalón que se rasga en una agachada imprudente, cortó el leve sonido de los chorros sobre la porcelana blanca y las bolitas igual de blancas de naftalina y conmovió los azulejos del recinto como un trueno en el sosiego de una noche calma de verano. Gracias, dijo uno y enseguida prrrrrrrrrrrr, la respuesta proporcional y el remate: Faltaba más, mandó el otro y los dos echaron a reír a carcajadas, felices, plenos y livianitos como boleadora de rhodesias.
- Sí: el problema de los baños mixtos son los ruidos- insistió el pelotudo y explicó: -Por el pudor de los pudorosos, porque quizá las chicas no estén dispuestas a tolerar las tradiciones de los pelotudos varones y porque ellos, ante la falta de mingitorios y con tal de no resignar esas ceremonias atávicas, ancestrales, van a terminar meando en los árboles de los jardines, como a todo pelotudo que se precie le gusta echarse una buena meada.

11/6/12

CAPÍTULO 18 Ya no da

El pelotudo está casado hace una punta de años –punta de años decía uno de sus abuelos, cree. Con lo cual, el pelotudo es un bicho raro, un anacronismo con patas. Porque hoy, el pelotudo medio se separa. Se casa o se junta y se separa. Más temprano que tarde se separa. Rápido, sin darle muchas vueltas al asunto. Se separa y a la mierda. La mina le rompe las pelotas más de lo que creyó que se las iba a romper y se separa. Se hincha las bolas y se separa. Se va. Con lo puesto. Entrega todo –casa, auto, piano, discos, la ropa y el perro- con tal de que no le rompan más las pelotas. O ve que ya no tiene ganas de clavarla todas las noches como al principio y se separa. No va más. Se acabó la pasión. No da para más. Y chau. Se separa. Pasa mucho después de que llegan los hijos. La mina no le da más bola y el pelotudo no se la banca y se va. Listo. O lo echan. Se da mucho últimamente. La mina se cansa del pelotudo y lo saca a la calle, como la bolsa de basura. Antes le dice que hace siete años que están en crisis y desencaja al pelotudo, que no se había dado cuenta y le reprocha: ¿Y por qué mierda no me avisaste que estábamos en crisis, así por ahí la remaba un poco? ¡Porque me acabo de enterar de esta crisis de siete años, yegua hija de puta! Después el tipo recapitula y sí, ponele que estaba medio pajero, reconoce, pero sigue puteando porque la perra no le avisó de la crisis ¡¡en siete putos años!! Como sea, el tipo se va. Entrega todo y arma otra casa y duplica los gastos y después se calienta con otra mina que capaz tiene hijos que se le adosan y se junta –al pedo se junta, porque se junta con la yegua nueva y con sus tres críos y por ahí tiene un par más propios y entonces se compra docenas de quilombos cuando lo que se había propuesto era vivir solo para que nadie le rompiera las pelotas- y al tiempo vuelve a separarse y vuelve a juntarse y cuando se da cuenta tiene que bancar tres casas, las puteadas de tres locas de mierda y una prole que parece un pac de fouars de los pumas –por la cantidad y por lo que lastran, las criaturitas de Dios.
Con sus amigotes del colegio, el pelotudo tenía un plan: todos al mismo tiempo se separaban a eso de los 35, cuando más o menos estarían presentables y con algún mango en el bolsillo como para pasarse un par de años de joda. Pero no quemaban los puentes, cosa de poder volver con el caballo cansado buscando refugio para la segunda mitad de la vida. O sea, el tema era no irse mal. Tenían que abrir apenas un paréntesis con alguna mariconada muy del pelotudo posmoderno tipo gorda, estoy confundido/necesito un tiempo para mí/no sos vos, soy yo o alguna gansada del estilo. Bueno, el plan fracasó estrepitosamente. El pelotudo nunca se separó y se convirtió en un caso de estudio. Otro se separó a tiempo pero al mes se encajetó de nuevo y ahí está, encajetado –hay pelotudos que es como que se apunan si los sueltan más de 24 horas. Y otros dos se separaron pero a los tiros –los echaron, digamos- y surfean la soltería con suerte dispar. A saber:
-          Uno se enfermó. Se le afiebró el pito. Y mantiene –acaso movido por el pánico a quedarse sin nada para comer- seis o siete relaciones paralelas a fuerza de un trabajo de inteligencia que a cualquier otro mortal lo alienaría con sólo imaginarse en ese entrevero.
-          Al otro cada relación le dura lo que la mina tarda en reclamarle subir apenas, casi imperceptiblemente el piso de compromiso por encima del cero. O sea, nada. Cada relación le dura nada porque las chicas no tardan nada en pedir un mínimo gesto: una cena a más de dos metros de la cama, un mensaje de texto que supere los 23 caracteres necesarios para coordinar un polvo, algo parecido a una palabra después de acabar –no entienden el efecto apocalíptico que tiene el orgasmo sobre el macho, se queja el pelotudo amigo del pelotudo, y abunda: no entienden que la eyaculación nos vacía por completo el cuerpo y el alma y nos marca el fin del mundo, al menos por un rato, que es variable pero nunca, jamás menor a diez minutos.
(En estos años pos-posmodernos de principios de siglo, las mujeres cacarean su emancipación económica/cultural/social pero lidian todavía algo torpemente con sus flamantes libertades/autonomías. Son como adolescentes en pleno estirón, cuando el cuerpo se les viene ajeno, inmanejable por momentos. Medio que están como agorafóbicas, digamos, y padecen cuadros intermitentes de hiperventilación)
Ahora el pelotudo tiene otro amigo, también cuarentón, que analiza seriamente la posibilidad de separarse. Y está convencido de que está comprando un boleto directo a la lujuria, al desenfreno, a la vida loca. Error. La otra noche, el pelotudo lo sentó y encadenó un argumento con otro en el intento de abrirle los ojos con la convicción de que a los 40 ya no da. Le dijo:
-          Es una fantasía eso de separarse a los 40 y creer que vas a salir como un campeón a revolear la garcha y que las pendejas de 25 te van a abrir las piernitas en efecto dominó como al insaciable Nico Cabré.
-          A los 40 ya estás grande y te ves como hombre grande. Así te ven las pendejas de 25. Te ven venir y dicen ahí viene un señor grande. Se te nota en la panza, en el pelo -en la ausencia de pelo en la cabeza y en los pelos que te asoman de la nariz y de las orejas-, en los bostezos de medianoche y en el blíster de pastillas azules que asoma de tu bolsillo.
-          Olvidate: las pendejas de 25 no te dan bola. A menos que tengas mucha guita o mucho poder, que son cosas que van de la mano –el poder da guita y la guita da poder-, pero los tipos con mucha guita y mucho poder no cuentan porque viven en un mundo distinto al nuestro.
-          Por ahí te dan bola las minas de treinta y pico, y a esa edad se pueden encontrar piezas en admirable estado de conservación. Pero las que no tienen hijos quieren tenerlos con vos… ¡¡ya!! Y terminás cambiando pañales y haciendo mamaderas a las 4 de la mañana como un pelotudo.
-          Ayer me encontré con un amigo de 42 que tenía las bolsas de los ojos como dos bolsas de consorcio que le llegaban al piso, igual que las bolas. Había llorado toda la noche el angelito -y él también.
-          Y las que ya tienen pibes quieren formar una nueva familia… ¡¡con vos!! Tengo un compañero de laburo que estaba contento porque había empezado a salir con una mina de 33, como Cristo. Un modelo 78 no está mal, pensó el pibe, porque bajaba siete modelos respecto de su ex. Pero la chica pretendió convertir la tercera salida (¡¡la tercera!!) en un fin de semana de tres. Pero no en una partusa: ¡¡¡En una escapada en familia con su hija de tres años!!!!
-          Y bueno… las de más de 40… tienen más de 40. O sea, un canje mano a mano. 13V por 13V. No da.



Esa misma noche, el pelotudo repitió toda esa argumentación en la sobremesa. La mujer, que miraba la enésima escena de casi chupón entre Carina Zampini y el madera Estevanez en Dulce Amor, le preguntó, sin sacar los ojos de la pantalla:
-          ¿Y por qué me decís todas estas pelotudeces a mí?
-          No sé, gorda, por ahí para que te quedes tranquila- ensayó el pelotudo, con poquísima convicción.
-          Ah no. Vos sos un pelotudo- lo liquidó ella, lamentándose por otro chupón frustrado de la dupla Zampini-Estevanez y dejándole una pregunta retórica mientras se alejaba sin dejar margen para la apelación: -Vos lavás todo esto, ¿no?