26/4/12

CAPÍTULOS 3 Y 4


El secreto de sus (ante)ojos


El pelotudo tardó bastante -unos cuantos años, decenas de años- en darse cuenta de que la pelotudez está en los ojos –en la mirada. O sea, que los ojos -la mirada- aportan, como ningún otro elemento del rostro, a la configuración de una cara de pelotudo. Como buenos lentes que son, es como si amplificaran los rasgos distintivos de la pelotudez y permitieran mirar para adentro del pelotudo -y entonces descubrirlo, aunque se esfuerce por esconderse, como también a través de esos cristales se adivina la tristeza, la alegría, la melancolía o el miedo. Por eso ahora –después de tardar tantos años en darse cuenta porque es un pelotudo y a los pelotudos las revelaciones se les demoran, se les estancan, se les empastan en las aguas pantanosas de su pensar moroso- el pelotudo usa anteojos de sol, oscuros, y cree que debería incluso usar de esos espejados si no dieran tan Johnny Tolengo.

Es cierto: hay caras de pelotudo que pueden tener epicentro en los ojos, pero son mucho más que la mirada. Hay pelotudos que tienen ojos de pelotudo, nariz de pelotudo, boca de pelotudo, dentadura de pelotudo, barba de pelotudo, granos de pelotudo, barritos de pelotudo, manchitas de pelotudo, lunares de pelotudo –y lunares con pelos de pelotudo-, verrugas de pelotudo… Son caras de pelotudo que sólo pueden ser ocultadas tras una careta de Bruce Willis –el actor de Duro de matar tiene la mejor cara de vivo, de pícaro, de ganador y, encima, de simpático.

Pero el pelotudo, este pelotudo miembro pleno del club mayoritario del pelotudo medio –un pelotudo normal, digamos… normatizado- cree que zafa de la cara completa de pelotudo y que su problema son los ojos, la mirada. Entonces ahora anda con los anteojos de sol, con lo que se siente un pelotudo menos evidente -y entonces, menos observado.

Además, encontró en sus gafas un aliado para evitar contactos no deseados. Vaya paradoja –el hombre se define por sus contradicciones, pensó el pelotudo, y otra vez se sintió bien, como cada vez que cree haber pensado algo importante, profundo, aunque generalmente son pelotudeces-: sus anteojos también le sirven para hacerse el pelotudo.

Porque el pelotudo es medio fóbico –o medio chúcaro, como dice su madre. Nada peor le puede pasar que encontrarse con un conocido en la parada del bondi que toma todos los días para ir a Buenos Aires y que el conocido se le siente al lado y le charle. No quiere hablar con nadie durante el viaje, el pelotudo. A menos que sea con un amigo muy cercano, y también un poco le hincha las pelotas. Y tampoco quiere entablar conversaciones triviales con otros pelotudos mientras espera el micro. Esa mañana, a las 8 estaba ahí, esperando el puto Costera. El primero vino lleno. Y lo dejó seguir. Hay que tener cuidado porque siempre se equivocan, escuchó que le decía el tipo de al lado. La reputísima madre que lo re mil parió, pensó. Un pelotudo parlanchín a las 8 de la mañana con este incipiente calor de mierda. Lo miró por reflejo –un reflejo de persona educada que no podía terminar de eliminar de su menú de reflejos, acaso por ser demasiado pelotudo. Pero enseguida corrigió y, escondida su mirada detrás de los anteojos, se hizo el pelotudo como que se colgó mirando a unos pelotudos que laburaban en la rambla con unos enormes caños y unas maquinarias que no es raro que capturen la atención de un pelotudo como él, y el parlanchín quedó hablando solo de lo más animado –descerrajó al aire un cargador de quejas por los errores habituales de los choferes en el conteo de los pasajeros, culpó a la tarjeta SUBE por complicar esa tarea y ensayó una larga secuencia de probables soluciones, con lo cual se identificó solito como un pelotudo con tiempo de sobra y, lo peor, con notable disposición para ocuparlo en pelotudeces. (El pelotudo no conocía a los operarios de la rambla, pero los incluyó en el Club del Pelotudo Medio por pertenecer, en forma indisimulable, al ejército de pelotudos que todos los días tienen que levantarse para hacer lo que no tienen ganas de hacer, o al menos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que ellos eligen, sino los que un pelotudo que se cree menos pelotudo elige por ellos)

Esos pequeños éxitos –esquivar un contacto, una conversación no deseada- generan raptos, fogonazos de satisfacción en el pelotudo, aunque son como estrellas fugaces, relámpagos en el firmamento de su pelotuda existencia. Al rato –rato largo- se dio cuenta de que eran las nueve y diez y seguía parado como un pelotudo en la parada del bondi. Había rechazado dos micros más porque también iban llenos y no quería viajar parado, pero a esa altura llevaba parado el mismo tiempo que hubiera estado parado pero en movimiento –¿uno está en movimiento aunque esté quieto adentro de algo que se mueve?, se preguntó- y ya habría llegado a Buenos Aires. Dos conclusiones pudo sacar en tiempo récord para un pelotudo al que la elaboración de conclusiones tampoco se le da fácil:

1)  Tres micros en más de una hora no es una buena frecuencia y por eso los micros pasan llenos, porque el servicio se desborda con la marea –creciente, encima- de pelotudos que viven en La Plata y trabajan en Buenos Aires.

2)  Ahora no le quedaba opción: tenía que esperar un micro que tuviera asientos disponibles porque, si además de haber esperado parado todo el tiempo que le hubiera demandado el viaje, se resignaba y viajaba parado, se recibiría con honores de pelotudo completo –además lo mataba la cintura y estaba eso de que no da viajar parado en un bondi que cuesta 15 mangos.

(En medio de la espera había considerado la alternativa de tomar una combi que recogió a seis o siete pelotudos un rato antes, pero al verlos saludarse a todos unos con otros, algunos de ellos con besos incluidos, se dio cuenta de que la elección lo integraría a una mini comunidad permanente de pelotudos que cada mañana no sólo viajaban a otra ciudad para trabajar, sino que lo hacían con espíritu de camaradería y, seguramente, hablando trivialidades de ésas que podrían, con la repetición, sumergirlo en caminos de ida sembrados de pastillas de colores.)


* * *

Esperando el micro (breve desvarío existencialista)


Se sabe: el pelotudo no pertenece al club selecto de los hombres libres. O sea, no está entre los tocados que pueden decidir no trabajar. En cambio, integra el pelotón de pelotudos (que el lector disfrute de esta cacofonía exquisita; es una genialidad del autor) que se levantan todos los días para ir a hacer lo que no tienen ganas de hacer –o al menos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que ellos eligen, sino los cinco que un pelotudo que se cree menos pelotudo elige por ellos. Ya se ha dicho: el pelotudo, que tarda en darse cuenta de las cosas porque es un pelotudo, no hace mucho llegó a esa conclusión demoledora: no es libre el tipo que tiene que levantarse todos los días para ir a hacer lo que no tiene ganas de hacer.

Cierto filósofo del optimismo decía que el hombre siempre es libre; que un instante antes de hacer lo que no quiere es libre de elegir no hacerlo; que siempre puede elegir. Y otro, que suele ser confundido con dos –con dos tipos-, planteaba que, aunque elija no hacer nada, el hombre, rodeado de sus circunstancias y sus posibilidades, hace, porque elige no hacer. O sea, que no hacer es elegir entre un menú de posibilidades –que no es pasivo el que elige no hacer nada, digamos, porque elegir es hacer algo.

¿El pelotudo medio puede elegir no ir a trabajar? Podría decirse que sí. No va a trabajar. No va un día, no va dos. No va nunca más. ¿Y? Se caga de hambre, sus hijos se cagan de hambre, la mujer lo echa de la casa por vago, un amigo lo banca unos días, una semana, lo echa y se va a lo de los viejos, si los tiene, y lo bancan más que el amigo porque los pobres viejos sienten ese compromiso filial/sanguíneo/fraternal y suelen –no siempre- tener la compasión fácil con los hijos. Pero pronto el pelotudo, que pensó que no trabajar sería el paraíso, se da cuenta de que se ha convertido en un leproso, incluso para los viejos, que le hacen notar –sin querer, ponele- su frustración –que qué hicimos mal y bla bla bla. Entonces, ¿es una opción no ir a trabajar? No. Para el pelotudo medio, no. El pelotudo medio, enfrentado a sus circunstancias, siempre decide ir a trabajar. No se siente, no es libre para elegir. Pero lo peor de todo es que la libertad del pelotudo medio se estrangula no únicamente con su condición de trabajador inexorable, sino que su devenir cotidiano es una cadena de estrangulamientos de su libre albedrío.

Todos los días el pelotudo medio espera el micro que lo lleva hasta Buenos Aires. ¿Puede no esperarlo? ¿Puede un día que se levanta hinchado las pelotas decir no, mierda carajo, no espero un carajo que venga el micro? ¿Puede un día que hace un calor del infierno decir a la mierda con el micro de mierda éste, no lo espero una mierda? El pelotudo medio no puede. Lo espera y ya, en cualquier condición física o meteorológica. Lo espera 
tarde lo que tarde –el otro día, sin ir más lejos, el pelotudo esperó el bondi una hora y cuarto mientras pasaban todos llenos y lo seguía esperando aun cuando se le ocurrió que nunca pasaría uno con asientos disponibles. En ese momento, el pelotudo es un pelotudo que espera el micro. Nada más. Mientras otros toman el desayuno, diseñan un puente, lijan una mesa, amamantan a un niño, manejan un taxi, cogen, mean, corren en la rambla, cavan una zanja en la rambla para enterrar un caño de agua, le pegan a alguien, cambian un cuerito, joden sigilosamente a miles de pelotudos con una gran estafa, el pelotudo sólo espera el micro –y mientras tanto capaz que está cayendo en la volteada del estafador, como buen pelotudo que es. (En una película la cámara giraría 360 grados haciendo eje en el pelotudo que espera mientras todo a su alrededor sucede en cámara rápida frente a la mirada perdida del pelotudo, mirada que acaso esconda detrás de sus anteojos de sol para disimular su pelotuda pasividad, cuanto mucho ejecutando algunas acciones mínimas que no podrían incluirse en la categoría “hacer” en el sentido de una actividad productiva o, al menos, que modifique/altere el orden del universo –ni ahí de subvertirlo-, como rascarse las pelotas, escarbarse la nariz, mandar un mensaje de texto o leer las ficciones que publica un diario, con lo que, además, estaría siendo estafado con carne podrida por un editor de periódicos y no se estaría dando cuenta, el muy pelotudo).

Si es cierto eso que decía un alemán famoso (por inteligente y por nazi, lo cual podría suponer una contradicción) de que el hombre cae en el mundo en pelotas y a los gritos y después se arroja a sus posibilidades para constituirse, o lo que decía un francés famoso (por sus náuseas), eso de que el hombre es nada porque no es sino lo que proyecta o puede ser; que es una cáscara vacía que se llena con la praxis, con lo que hace en la calle, entre otros hombres, en ejercicio de su libertad, el pelotudo que espera el micro está muerto en vida. El pelotudo muere cada vez que espera el micro porque no hace nada ni proyecta nada y, aunque proyectase algo, no tiene chance de éxito porque sólo elegirá esperar el micro y tomarlo.

Esperar el micro se convierte, así, en el sentido de la existencia del pelotudo mientras es un pelotudo que espera el micro. El micro es para el pelotudo lo que Godot es para Vladimir y Estragon en la obra de Beckett (los dos pelotudos no dejarán nunca de esperar a Godot, que nunca llega, pero ellos se quedan esperando). El micro es para el pelotudo el Perón del pueblo peronista, que espera al líder durante 18 años resistiendo, luchando, pero esperando. El micro es para el pelotudo el Enzo Pérez del pueblo pincharrata (los diarios dicen que Estudiantes vuelve a la carga por Enzo Pérez), que espera al mendocino con la esperanza de que vuelva el único que puede meter un cambio de ritmo, algo de explosión en un equipo que, desde que el Enzo se fue, se arrastra por el campo de juego con menos sorpresa que los finales de esas películas yanquis en las que el que nació para pito aspira a ser trompeta y, por obra y gracia del americandrim, ¡¡termina siendo trompeta, aun siendo flor de pelotudo!!

(La asociación de Esperando a Godot con el pueblo peronista que espera a Perón es choreada, con respeto y admiración, del tomo II de Peronismo, la descomunal obra del maestro José Pablo Feinmann).

ATRAPADO EN UNA NUBE DE PEDOS Y OTRAS EMANACIONES
La asfixia del libre albedrío que sufre el pelotudo no se agota –o, al revés, el albedrío del pelotudo no se libera- cuando sube al micro. En ese momento se convierte en un pelotudo que viaja en micro. Y no puede zafar de eso, de su condición de pasajero. ¿Puede el pelotudo rebelarse de su condición de pasajero y dejar de serlo antes de llegar a destino? ¿Qué margen tiene para la insurrección? ¿Puede elegir bajarse del micro y saltar de él en movimiento, cuando el bólido viaja a 100 kilómetros por hora? ¿Puede sin morir en el intento? Ni siquiera puede intentarlo, porque los micros éstos no tienen ventanillas y el chofer jamás le abrirá la puerta para saltar. ¿Puede bajarse en una estación de peaje? Puede, pero no puede. El pelotudo medio tiene que llegar al trabajo. Ya quedó demostrado: no es libre para elegir no ir. Puede serlo un día. Dos. Uno cada tanto. Pero no sistemáticamente.

Cuando sube al micro, entonces, se convierte en un preso. Y, para colmo, queda atrapado en una atmósfera viciada por manifestaciones corporales que el hombre –la mujer también, aunque cueste aceptarlo- libera una vez que se acomoda en el asiento de un transporte de media distancia –es como que se relaja y deja que sus procesos fisiológicos fluyan.

La costumbre –el acostumbramiento a las cosas- adormece los sentidos, lesiona la capacidad de percepción. Lo que está siempre en determinado lugar y en determinado estado deja de ser objeto de interpelación. El que vive en la zona del puerto no siente olor a pescado. El tic tac del reloj de pared de la cocina es insoportable, omnipresente para la tía que viene de visita, pero imperceptible para el dueño de casa. (La discusión sobre si el olor y el tic tac existen o no más allá de la percepción de algún pelotudo es tu mach y no tendrá lugar en estas líneas escritas desde una medianía sin pretensiones filosóficas)

Estamos acostumbrados a nosotros mismos, a lo que somos, a nuestro cuerpo, al cuerpo del ser humano. Y entonces perdemos de vista el asco que es: un enjambre de tejidos y secreciones (líquidos, pastas) más o menos pestilentes y más o menos viscosos que se escapan –o son liberados a semi voluntad- a través de orificios húmedos y pegajosos. El pelotudo convertido en pasajero de micro de media distancia –también el de larga-, relajado por el sopor o camuflado en la comunidad que transitoriamente integra, ventila gases (se tira pedos, digamos), bosteza, ronca, estornuda, tose… libera efluvios y humores que, encerrados en un habitáculo hermético, crean un microclima enfermo y hediondo que el resto de los pelotudos, en su doble rol de víctimas y victimarios, se fuman mientras alimentan -¡Eureka! ¡El círculo vicioso!

De todos modos, el pelotudo no se calienta mucho. Para él, todo este desvarío existencialista no es más que eso: un vahído pasajero, una perturbación transitoria, un lapsus. Una pelotudez. Mañana volverá a rascarse las pelotas y a escarbarse la nariz en la parada del micro. Y evitará cuestionárselo. Cree que es lo mejor, lo más digno de un pelotudo medio.

24/4/12

CAPÍTULO 2 La tara del tecno-dilei


El pelotudo se demoró en pelotudeces y de pronto vio que se le iba la mañana y seguía en La Plata, pelotudeando. Qué pelotudo, pensó, y apuró la última pelotudez que estaba haciendo y enderezó la nave (frase del Bambino que el pelotudo repite siempre tratando de imitar el tono del DT, cosa que no logra y lo hace quedar como un pelotudo) hacia la rotonda de 32 y 120 para tomar el maldito bondi que lo llevaría, como cada puto día, al faquin microcentro porteño, donde trabaja, como tantos platenses hermanos de logia (la logia de los pelotudos que destinan de tres a cuatro horas diarias más al trabajo porque llegar al trabajo les demanda de hora y media a dos horas y otro tanto tardan en volver).

Bajo el sofocante cielo medio gris pero sofocante igual de la media mañana febrerina, con su traje -esta vez el traje era gris claro, lo que, para quien sólo viera la secuencia de las últimas 48 horas (traje oscuro un día, traje claro al otro), el pelotudo estaba evolucionando, pero no: era casualidad-, su corbata y sus medias horneándolo a fuego fuerte –un gotón de medio litro tipo suero de solución salina le recorría la espalda y se alojaba entre sus nalgas, ahí donde la humedad se instala y listo, chau, no se va más y se convierte en pestilencias bravas, hedores de destrucción masiva- se acomodó en la parada del micro con medio cuerpo a la sombra y medio cuerpo al sol. Tres pasajeros ocupaban la sombra del refugio y le dejaban a él una mínima porción clausurada por un perro callejero que dormía ahí, en el piso –hay perros pelotudos, también, que duermen en verano sobre baldosas ardientes. Se sintió un pelotudo al reconocerse despojado de su derecho a la sombra por ese can pulgoso y hasta pensó en sacarlo a patadas, pero se reprimió ante la remota pero no por eso descartable posibilidad de estar compartiendo la parada con uno de esos pelotudos que aman a los animales más que a ellos mismos y se imaginó cagándose a trompadas al rayo del sol y entonces pensó que mejor era medio cuerpo al sol pero quieto y sin riesgos de lesiones. 

Le pasaron dos cosas que le recordaron su condición de pelotudo:

1) Se puso a leer y responder un mensaje de texto y por estar mirando el teléfono perdió un bondi. Qué pelotudo, pensó, y lo pensó en voz alta, y uno que tenía al lado que esperaba otro micro lo miró, apretó los labios y meneó la cabecita de un lado al otro como coincidiendo, como pensando: y sí, flaco, sos bastante pelotudo.

2) Después de unos cuantos minutos más con medio cuerpo al sol y ya con los huevos hechos sopa, alcanzó a montarse sobre el colectivo. El pelotudo se había olvidado de sacar el pasaje de la billetera, pero estaba seguro de tenerlo ahí. El micro comenzó a rodear la rotonda y el pelotudo, al tiempo que empezaba a disfrutar el aire acondicionado, comenzó a desesperar al notar que el faquin pasaje no estaba en la faquin billetera. ¿En el bolsillo del traje (el oscuro) del día anterior? ¿En el auto? ¿Nunca lo compró? Cómo saberlo. La cosa es que, quedando como un pelotudo frente al resto del pasaje, se dirigió al chofer en voz lo más baja posible –como para, al menos, no quedar como un pelotudo frente a los que venían sentados de la mitad del micro para atrás, calculó. Pará, maestro, que no tengo boleto, le dijo. Y se bajó. Si hubiese sido una película, el sonido ambiente se hubiese cortado para que el silencio reforzara la imagen del desamparo, como esas escenas en las que el viajante a dedo queda solo en medio de una ruta en el desierto de Arizona, bajo un sol del infierno y con unos arbustos raquíticos que pasan rodando por el fondo. En la película, la cámara hubiese asumido la mirada del protagonista. El pelotudo vio –con la vista nublada por efecto del resplandor, frunciendo la nariz y con los ojos llorosos y finitos como coreano rasqueteando el techo- cómo la rotonda se expandía como una llanura incandescente/infranqueable/eterna –ni un puto ombú había, como toda llanura bonaerense que se precie debería tener. Era como que la rotonda había girado 180 grados y le había dejado la parada del bondi, a la que el pelotudo debía volver, justo del otro lado, en el lejano enfrente. El pelotudo la atravesó resignado, sudado mal, cargando su portafolio –que le pesaba como elefante al hombro y le daba aspecto de visitador médico-, arrastrando los pies.

¿Por qué misteriosa razón –pensó él mismo, y esto de hacerse preguntas pelotudas, cosa que hacía con frecuencia, le parecía una pelotudez y más si para esas preguntas pelotudas no encontraba respuestas- no cargaba la tarjeta SUBE que llevaba al pedo en su billetera y se ahorraba disgustos como ése de tener que bajarse del bondi en medio del calor abrasador por no tener boleto? La respuesta la halló (¡¡Eureka!!) en su relación con la tecnología –y gritó ¡¡Eureka!! por la alegría de haber encontrado una respuesta y la dulce consecuencia de ese error: la fantasía de creer, al menos por unos instantes, que tan pelotudo no es.

El pelotudo no tiene rasgos particulares que lo recorten entre la multitud informe de pelotudos. Es un pelotudo más, ni más ni menos pelotudo que los otros. Un ni muy muy ni tan tan. Un pelotudo estándar, digamos… regular. Por eso se asume –y en este reconocimiento, en su conciencia de clase está su mejor virtud- como miembro pleno del club del pelotudo medio. No obstante, la tecnología divide aguas en esa tribu. A los pelotudos los distingue la relación con la tecnología, el comportamiento frente a la oferta vertiginosa de la espiral evolutiva electrónica, la capacidad de absorción de lo nuevo. Hay, en este campo, pelotudos opuestos, extremos –que se tocan, de todos modos, como buenos extremos, en la condición genérica de pelotudos. A saber:

1) Está el pelotudo que corre como un pelotudo a comprarse cada pelotudez que sale en el mercado y anda como una suerte de Inspector Gadget (el del dibujito que después terminó en película; una especie de detective mitad humano mitad robot ful ful equipado –saturado, podría decirse- con un aquelarre de chirimbolos que maneja con patética torpeza). El tecno-pelotudo, además, tiene 16 años de edad mental y adquiere todos los tips del llamado nativo digital: chatea en jerga y te pone tkm, okis, holis, gxs y te manda caritas amarillas para expresar tristeza, alegría, asombro y vergüenza -todos sentimientos flojitos de papeles, incomprobables e improbables, porque nadie puede pasar de la alegría a la tristeza y volver a la alegría cada dos segundos sencillamente porque ningún sistema nervioso resiste semejante montaña rusa emocional. La ligereza, el vértigo de lo efímero rige la vida del tecno-pelotudo, que tiene sensible la capacidad de amar –de amar así nomás, medio livianito- y se fanatiza fácil con cualquier pelotudez. “Diego era fanático del I Phone pero ahora se hizo re fan de… (el autor no recuerda de qué pelotudez del estilo)”, le contó una vez un tecno-pelotudo a otro sobre un tercer tecno-pelotudo, y uno de la mesa de al lado -melancólico, acaso un sucio setentista- escuchaba horrorizado y pensaba lo flojito de fanatismos que anda el mundo.

2) Y está el pelotudo con tecno-dilei, que se hace el analógico y se resiste a incorporar los chirimbolos con cara de superado y mirando como desde arriba, con permanente mueca de mordidita de labio inferior, a los tecno-pelotudos que se deshumanizan y pierden espesor ontológico con esos aparatitos que los aniñan, encima, a esos pelotudos. Pero lo que tienen, en rigor, es una tara. Se abatatan frente a lo nuevo y entran en pánico –el pánico es típico de cierto pelotudo hipocondríaco y abrumado por el mundo que te hunde y te aplasta. Suponen que lo electrónico falla seguro y lo mecánico no –la seguridad también es una aspiración de cierto pelotudo temeroso, muy del pelotudo de derechas. Que lo físico es mejor que lo virtual. Y entonces desconfían. No te confiés que perdés todo, dicen, y en vez de bacapear en un pendraiv desforestan el Amazonas imprimiendo toneladas de papel que los asfixia y un día mueren calcinados en un incendio –por pelotudos. Este pelotudo tardó años en animarse a comprar onlain, hizo dos millones de horas de cola en los bancos antes de usar el jombanquin -seguro te cagan y te quedás en pelotas/todo eso está hecho para cagarte, se jacta el pelotudo de ver la trampa en la que todos los pelotudos caerán por pelotudos- y… claro, se baja del bondi y cruza el desierto del Sahara al mediodía comiendo anchoas por no tener boleto porque la tarjeta SUBE andá a saber/seguro te falla y te deja a gamba y después qué hacés/mejor asegurarse y comprar de a varios pasajes y te quedás piola –y después anda con la billetara que le explota de papelitos, el muy pelotudo. En fin, el pelotudo con tecno-dilei llega tarde y después anda como un pelotudo asombrándose con las bondades de aparatos que sólo serían aceptados como piezas de museo por el resto del mundo –el pelotudo con tecno-dilei se copa con el Atari en tiempos de la Play 3, ponele.

En fin, pelotudos hay en todos lados. Pero hay cada pelotudo…

9/4/12

CAPÍTULO 1 La crisis del regreso


A las siete y media el pelotudo estaba en 32 y 120 esperando el bondi trajeado como un novio (un novio pelotudo que no había sido libre para elegir casarse), con pronóstico de 76 grados farenheit a la sombra y 350 días por delante antes de la próxima caipirinha en la playa. Portaba, el pelotudo, una cara de ojete como la de Lilita cuando anunció su paso a la clandestinidad después de cosechar 1,78 por ciento de los votos. El pelotudo había cerrado el año –su año laboral, digamos, el ejercicio- sin ganas de hacer un carajo y ahora, después de 15 días de reparadoras vacaciones, arrancaba otro igual, o peor: sin ganas de hacer no uno, medio carajo –el pelotudo, pese a ser un pelotudo, se daba cuenta de que intentar reparar 350 días de año laboral con 15 faquin días de vacaciones es una soberana pelotudez.

El pelotudo no pertenece a la elite, al club exclusivísimo de los hombres libres –o sea, los tipos que pueden decidir no trabajar. En cambio, integra el dramáticamente mayoritario ejército de pelotudos que se levantan todos los días para ir a hacer lo que no tienen ganas de hacer –o al menos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que ellos eligen, sino los cinco que un pelotudo que se cree menos pelotudo elige por ellos. El pelotudo, que tarda en darse cuenta de las cosas porque es un pelotudo, no hace mucho llegó a esa conclusión demoledora: no es libre el tipo que tiene que levantarse todos los días para ir a hacer lo que no tiene ganas de hacer –o al menos cinco de siete días a la semana, y no los cinco que él elige, sino los cinco que un pelotudo que se cree menos pelotudo elige por él. Porque está el pelotudo que sale con la pelotudez de la vocación y dice: yo tengo el privilegio de hacer lo que me gusta. Pero la vocación no alcanza: más de un día a la semana el pelotudo con vocación (no es lo mismo que el pelotudo vocacional, que es un pelotudo de una pelotudez innata, congénita, inmanente a su ser, como el que dice que nació para doctor o para nueve de Boca, pero en su caso para pelotudo; como el disparo que sale del botín del centrodelantero con destino de gol, el pelotudo vocacional es un pelotudo pre-destinado: sale del vientre materno con destino de pelotudo) no tiene ganas de ir a honrar su vocación –tiene mucho sueño, durmió mal, hace mucho calor, le duele un huevo, lo que sea- y tiene que ir igual. No puede elegir no vocacionar ese día. Y va hinchado las pelotas.

La cosa es que la membresía a esta mayoría de pelotudos convierte al pelotudo en algo peor todavía: un pelotudo medio –sombrío, opaco estrato el de la medianía.

Uno tras otro, los bondis que debían llevarlo hasta la puta Buenos Aires pasaban llenos. La posibilidad de ir parado no era siquiera eso (una posibilidad), porque, además de que no da ir parado en un bondi que sale 15 mangos, pensó el pelotudo -que además de pelotudo tiene esos razonamientos de miserable que innecesariamente le agregan razones a sus migrañas-, se había estado haciendo el pendejo en el mar y lo mataba la cintura, porque en vez de andar con la tabla sobre las olas se la había pasado revolcándose abajo del agua en violentas contorsiones contraindicadas para cuarentones.

Al quinto bondi lleno decidió probar suerte en la terminal, donde podría subir con el micro vacío y elegir el asiento que más le gustara. Una pelotudez. Después de volver a subirse al auto, estacionar y caminar dos cuadras al rayo del sol, notó rápidamente que la estación de ómnibus estaba hasta las pelotas. Y la explicación estaba expuesta en un cartelito escrito a mano (a mano alzada, como a la pasada, como una pelotudez medio sin importancia) y pegado en la ventanilla de la boletería: “Todos (no algunos, TODOS) los servicios demorados por el recambio”. Claro, cayó el pelotudo: 1 de febrero. La cola para abordar tenía una cuadra y mayormente recorría un sendero bañado por el cálido sol de la mañana estival, con lo que el pelotudo se imaginó con su traje (oscuro, el traje del pelotudo), su corbata y sus medias (medias de pelotudo) transpirando como monja con atraso y volvió a cambiar de planes –o retornó al anterior, al A, que ya había fracasado. Volvió a subirse al auto, enfiló para 32 y 120 y recorrió esas cuadras con la certeza de que el viaje iba a ser un dolor de huevos de cualquier manera porque pensó que miles y miles de pelotudos que habían veraneado en la Costa en la segunda quincena de enero muy probablemente hubieran creído tener una idea brillante y le hubieran dicho a sus esposas: vieja, no volvamos el 31 que va a ser un caos la ruta; mejor viajemos el primero a la mañana que seguro viajamos re tranqui. Seguro, pensó el pelotudo, que habrían pensado eso miles y miles de pelotudos sin conciencia de clase, una carencia que al pelotudo lo hace doblemente pelotudo porque no tiene asumida su condición de pelotudo medio y entonces no reconoce su incapacidad de pensar diferente, de razonar con originalidad, y no advierte a tiempo que la brillante idea que se le ocurre es la misma que se les ocurre a sus miles de pares –esos miles, acaso millones de pelotudos sin conciencia de clase. Se da cuenta cuando la cagada ya se la mandó y ya no tiene retorno –ni de la cagada ni de la ruta, que en ese caso es lo mismo.

La duda se le clavó en el costado al pelotudo: comerse el garrón de la autopista colapsada parado en el bondi pero sin manejar o manejando su auto pero al menos sentado. Se sintió más pelotudo que nunca cuando notó que pasaban los minutos y no lograba resolver tan pelotudo dilema. Y hasta estuvo unos instantes parado con el auto en la rotonda -parado medio como el culo- hasta que la vergüenza de estar ahí parado como un pelotudo lo empujó hacia la Autopista pilotando su propio auto –salió casi arando, como caliente, como envalentonado por haber tomado una faquin decisión, el muy pelotudo-, con la certeza de que minutos después estaría atrapado en una marea de pelotudos enchapados en sus autos caros –todos los autos son caros, no hace falta ser muy poronga para tener un auto caro porque son todos caros.

Y sí: la auto-pista se convirtió en auto-garrón apenas después del primer peaje y así fue, hasta el final mismo del viaje. Y no tardó, el pelotudo, en darse cuenta de que entre el pelotudo adormecido que tomaba caipirinha en la playa con cara de pelotudo medio ganador y sin que nada le calentara un reverendo huevo hasta este pelotudo sacado que puteaba a sus pares por la más mínima pelotudez mientras intentaba superar el embotellamiento pasando a los demás coches por encima habían pasado apenas 48 horas –el carrusel de la vida, pensó el pelotudo, y se sintió bien, como si hubiera pensado algo importante, profundo.

Cuando llegó a destino, notó que la manecilla grande de su reloj había dado dos vueltas completas desde que había salido de su casa. O sea: había perdido dos horas de su valioso tiempo –él cree que es valioso- sólo en ir a trabajar. Y cayó en la conclusión, otra vez, de que vivir en una ciudad y trabajar en otra es una soberana pelotudez. (El pelotudo es de sacar una misma conclusión varias veces, lo que supone otra inmejorable pelotudez porque todas las conclusiones que siguen a la primera, sin son iguales, no aportan absolutamente nada salvo al convencimiento, que es un ejercicio de tibios. No obstante, lo bueno de este pelotudo es que sí tiene conciencia de clase, o sea que se reconoce, se asume un pelotudo; se mira en el espejo y ve un pelotudo y dice: mirá qué pelotudo este pelotudo. Y eso, aunque no alcance para sacarlo del club del pelotudo medio, acaso lo exalte un poco porque, lo dicho: nada peor que un pelotudo inconsciente)

Vivir en La Plata y trabajar en Buenos Aires es una pelotudez típica de cierto platense medio pelotudo (medio pelotudo o medio y pelotudo, da igual) que cree que trabajar en Buenos Aires da bien… como que te despuebleriza y te hace un tipo más de mundo, más global, como si no aplicara cualquier pelotudo para un trabajo en Buenos Aires, como si hiciera falta una calificación especial, algún talento extraordinario, alguna gracia singular, algún posgrado en el em-ai-ti (cuando el pelotudo presumido de ouvercualifaid habla del Instituto Tecnológico de Massachusetts, cuyas siglas en inglés son MIT, tiene que hablar del em-ai-ti), cuando, en rigor, en Buenos Aires se trabaja rodeado de pelotudos como en cualquier otro lado. O sea: no está lleno de genios ni de niños prodigio. No hay en cada escritorio un Einstein ni un Bruno Gelber ni un Claudio María Domínguez ni un Guillermito Fernández ni un Marcelo Marcote. Pero eso el pelotudo nunca lo dirá y observará con disciplina religiosa el pacto de silencio que selló, con la sangre indeleble del miedo al ridículo, con sus compañeros de farsa. Admitir que cualquier pelotudo puede tener un trabajo en Buenos Aires y que por trabajar en Buenos Aires destina de tres a cuatro horas diarias más al trabajo que sus conciudadanos tendría consecuencias dramáticas: de pelotudo medio –raso, digamos- ascendería, sin escalas, a pelotudo completo. Y nadie es tan pelotudo.