31/7/13

VOL 2/3 - Cap. 10/6 - El Pelotudo Medio recargado - Comunidad autoparlante



El pelotudo leyó en una de esas páginas flojas de papeles que te saltan en el guguel una definición de la locura que le cayó como anillo al dedo en función del resultado nada riguroso de un relevamiento no voluntario que ha hecho en su andar por las callecitas de Buenos Aires, que tienen ese qué sé yo según el tango y, según cualquier pelotudo que las camine, una cadena interminable de obstáculos de todo calibre —andamios, montañas de escombros, pozos ciegos, alambrados, volquetes, retorexcavadoras, indigentes corridos por agentes municipales, jipis que venden chucherías artesanales, chucherías artesanales puestas a la venta por jipis, etcéteras— que, a su lado, convierten a una expedición por el impenetrable chaqueño en un paseo por las praderas que trajinaba la muy zorra de Heidi, ruborizada por los calores de la pubertá, mientras el bobo de Pedro se las arreglaba con las ovejitas. La única diferencia —decía la página ésa— que existe entre las personas que están dentro de las instituciones mentales y las que están afuera es que estas últimas son la mayoría. Aparentemente el tipo que escribió eso había leído al tal Foucault, porque después lo citaba al decir que lo que planteaba el franchute es —palabras más, palabras menos, diría Ernesto— que el loco es el que hace lo que no es normal, entendido lo normal como lo que se ajusta a una norma y entendiendo a una norma como lo que hace la mayoría o, más bien, lo impuesto por el poder, que le impone ciertas pautas de conducta a la mayoría de los pelotudos so promesa de que si se comportan de tal o cual manera nadie los va a encerrar en un loquero. (Hojaldre: el poder dificílmente es ejercido por las mayorías sino que, en general, está concentrado en unos pocos tipos o minas que se imponen con ardides sobre la masa de pelotudos que forman el ejército del pelotudo medio. En los casos excepcionales en que las mayorías ejercen el poder, al menos a través de unos representantes, se configura lo que se conoce como dictaduras de las mayorías, como pasa con el gobierno kirchnerista tal cual nos ha enseñado la doctora Elisa de los Apocalipsis Carrió)

A partir de estos fundamentos teóricos, el pelotudo ha podido concluir que pronto —le cuesta estimar cuán pronto, pero pronto, dice—, al paso que vamos —se acordó de su tía la Mary, el pelotudo, que decía siempre eso, al paso que vamos, cada faquin vez que anunciaba la crónica decadencia de la raza humana— lo normal va a ser andar por la calle hablando solo. O sea, lo normal no va a ser ir hablando con otro o andar callado cuando se va sin compañía. No: lo normal, lo lógico, lo esperable de una persona en sus cabales va a ser hablar solo, que vendría a ser el genérico de conversaciones que pueden tener más de una versión, porque no es lo mismo hablar solo con uno mismo que hablar solo con un interlocutor imaginario —un pelotudo amigo imaginario, como tienen los pibes que se tuercen de chiquitos.

Útimamente, las callecitas de Buenos Aires tienen, además del qué sé yo del tango y una caterva de obstáculos de todo calibre, una creciente cantidad de loquitos que van por ahí hablando solos. Y nada de susurros, ha podido advertir el pelotudo: andan por ahí hablando solos a los gritos, estos colifas. Alienados, habitando simultáneamente el mundo de los normales y el de ellos, que es otro, uno insondable para el ejército de pelotudos que se ajustan a las normas de la sanidad mental oficial. Hay una mina que habla sola varias horas por día todas las mañanas frente a una sede bancaria de la calle Reconquista al 200 y pico, ahí a un par de cuadras de la Plaza de Mayo. Putea contra el banco, se ve, pero no es que putea al banco o a un gerente que la cagó o algo así. No enfrenta al banco y lo caga a puteadas porque la cagó con algo. La mina habla pestes del banco pero mirando el piso o algún punto fijo en el aire. Habla sin parar, fuerte, y el pelotudo no termina de descular si se habla a sí misma o a alguien que no está ahí, pero está casi seguro de que no les habla a los que pasan, como en una protesta, porque a los que le pasan por el lado ni los registra, jamás mira a los ojos a nadie. Es por el corralito, le ensayó una explicación uno que labura con él. El corralito dejó turula a mucha gente porque viste cómo se pone la gente cuando le tocan los ahorros, ¿no? Mucha gente está así de turula desde el 2001, por lo del corralito, le dijo el pelotudo compañero de trabajo —y al pelotudo le sonó convicente.

Lo primero que hace cuando lo encara uno hablando solo es buscarle el cable. Porque, se sabe: muchos parece que van hablando solos pero en realidad andan cableados y van hablando por teléfono con algún otro pelotudo y te hacen comer unos amagues que te dan ganas de ponerlos con un cortito a la pasada. Pero cada vez más —las estadísticas del pelotudo tienen ese nivel de precisión: cada vez más, dice, usando una fórmula que tomó de los diarios, y con eso le alcanza para rayarse con una cosa y armar un tango y una hipótesis— le pasa que no le encuentra el cable al autoparlante. Y ahí se sobresalta. Este pelotudo venía hablando solo, se dice a sí mismo, y a veces se sorprende diciéndoselo en voz alta —hablando solo, o sea.

Hizo trabajo de campo, el pelotudo. Quiso probar en qué medida esto de andar por la calle hablando solo está dejando de ser anormal y en qué medida se va convirtiendo en algo por ahí no normal del todo, pero no tan raro. A las seis de la tarde, cuando el pelotudo medio sale en tropel de las oficinas a las que va obligado al menos cinco de siete días a la semana, agarró una cuadra del centro bien poblada: Florida de Corrientes a Sarmiento. Y la recorrió completa hablando solo bien fuerte. Las callecitas de Buenos Aires, que tienen ese qué sé yo según el tango y, según cualquier pelotudo que las camine, una cadena interminable de obstáculos de todo calibre —andamios, montañas de escombros, pozos ciegos, alambrados, volquetes, retorexcavadoras, indigentes corridos por agentes municipales, jipis que venden chucherías artesanales, chucherías artesanales puestas a la venta por jipis, etcéteras— que, a su lado, convierten a una expedición por el impenetrable chaqueño en un paseo por las praderas que trajinaba la muy zorra de Heidi, ruborizada por los calores de la pubertá, mientras el bobo de Pedro se las arreglaba con las ovejitas... Caminó diciendo eso y una sarta de pelotudeces más mirando más bien para el piso pero relojeando para los costados —revoleando las bolitas de los ojos de derecha a izquierda y al revés— para ver las caras de los pelotudos que se iba cruzando mientras recitaba en tono casi como diciendo un texto de García Lorca. Nada. Atravesó el mar de gente —versión acuática del jardín del Flaco— como un pelotudo invisible, inaudible. Ni cara de miedo ponían los pelotudos que lo cruzaban. Hablaba él y pasaba un carro, pensó, conmovido por la euforia de la comprobación científica de que el futuro ya llegó y que ya puede andar por ahí lo más choto hablando tranquilo sin que nadie lo contradiga ni lo refute, porque si algo odia el pelotudo, si algo no puede soportar, es el muy puto y sobreestimado disenso.