En los pliegues húmedos del acervo popular suelen estar los
caminos que nos pueden conducir a la sabiduría, pensó el pelotudo. Ahí adentro –siguió pensando- están los escondrijos,
las madrigueras donde se crían, crecen y se refugian las altas verdades y las respuestas
más esclarecedoras a las preguntas más reviradas. Las revelaciones, digamos. “Hay
que trabajar, no queda otra”, dijo el locutor por la radio esta mañana con la ligereza con la que se dicen las frases hechas, los dichos, los refranes, esas sentencias asumidas como verdades irreversibles a tal punto que ni se las cuestiona ni se las analiza ni se las interpela y entonces no tienen el impacto que sus densitudes filosóficas podrían tener si se les prestara alguna atención. Y el
pelotudo cayó –varias horas después- en que en esas seis palabras está la clave
de la angustia humana. Que no está en la finitú –en que tarde o temprano te
cagás muriendo- sino en eso, en que “hay que” trabajar porque “no queda otra”
que trabajar. O sea: no hay chance de no trabajar, no hay escapatoria a su destino de pelotudo medio. Esto, se acordó el pelotudo, ya lo había pensado. Y
había dado vueltas y vueltas sobre lo mismo como laucha en un fuentón. Pero hoy
se le reafirmó la idea. La verdad se le consolidó. El locutor le dio un golpe
de realidad. Seco, certero como piña de Mayweather, el golpe que le dio. Y cayó grogui
otra vez, el pelotudo, con las bolitas
de lo’ojo como sueltas en el blanco de los mismos.